Libertad urgente para Julian Assange
Libertad urgente para Julian Assange
La vida de mi compañero, Julian Assange, corre grave peligro. Se encuentra recluido en la cárcel de Belmarsh y el coronavirus se está propagando entre sus muros. Julian y yo tenemos dos hijos. Desde que soy madre, he reflexionado sobre mi propia infancia.
Mis padres son europeos, pero cuando era pequeña vivía en Botsuana, a ocho kilómetros de la frontera con la Sudáfrica del apartheid. Los padres de muchos de mis amigos procedían del otro lado de aquella frontera. Eran escritores, pintores y objetores de conciencia. Vivíamos en un centro de creatividad artística e intercambio intelectual.
Los libros de historia describen el apartheid como una segregación institucional, pero era mucho más que eso. La segregación se practicaba a plena luz del día. Los secuestros, la tortura y los asesinatos sucedían por la noche.
Los fundamentos del sistema del apartheid eran precarios, y por eso el régimen respondía a las ideas de reforma política con munición real. En junio de 1985, los escuadrones de la muerte sudafricanos cruzaron la frontera armados con ametralladoras, morteros y granadas. Apenas estallaron los disparos en la noche, mis padres me envolvieron en una manta. Yo dormía mientras ellos conducían a toda velocidad para ponernos a salvo. El sonido de las explosiones llegó a toda la capital en la hora y media que tardaron en matar a 12 personas.
El primer muerto fue un pintor excepcional, amigo íntimo de mi familia. Sudáfrica afirmó que el objetivo de la incursión había sido el brazo armado del Congreso Nacional Africano, pero en realidad la mayoría de las víctimas fueron civiles inocentes y niños asesinados mientras dormían en su cama. Al cabo de unos días nos fuimos de Botsuana.
Yo he absorbido los vívidos recuerdos del ataque que guardaban mis padres. Si aquella terrible noche influyó en mi manera de ver el mundo, con toda seguridad el encarcelamiento del padre de mis hijos marcará la suya.
Formar una familia con Julian dadas las circunstancias iba a ser inevitablemente difícil, pero nuestras esperanzas eclipsaban nuestros temores. Al principio, Julian y yo logramos con esfuerzo abrirnos un espacio para la vida privada. Nuestro hijo mayor lo visitaba con la ayuda de un amigo. Pero cuando Gabriel tenía seis meses, un empleado de la empresa de seguridad privada de la Embajada me confesó que le habían ordenado que robase el ADN del niño utilizando un pañal. Si eso fallaba, cogerían el chupete del bebé. El confidente me advirtió de que sería mejor que Gabriel no volviese a entrar en la Embajada. No era seguro. Me di cuenta de que todas las precauciones que había tomado, desde ponerme capas de ropa para disimular mi barriga hasta cambiarme de nombre, no iban a protegernos. Estábamos totalmente expuestos. Aquellas fuerzas operaban en un vacío legal y ético que nos engullía.
Podría escribir varios libros sobre lo que sucedió en los meses siguientes. Cuando estaba embarazada de Max, la presión y el acoso se habían hecho intolerables, y temía que mi embarazo peligrase. A los seis meses de gestación, Julian y yo decidimos que tenía que dejar de ir a la Embajada. Cuando volví a verlo estaba en la cárcel de Belmarsh.
La imagen de cómo sacaban a Julian de la Embajada conmocionó a mucha gente. Para mí fue como un golpe en el pecho, pero no me sorprendió. Lo que ocurrió aquella mañana fue una prolongación de lo que había estado pasando dentro de la sede diplomática a lo largo de 18 meses.
Tras la detención de Julian hace un año, el Tribunal Supremo español abrió una investigación a la empresa de seguridad encargada del interior de la Embajada. Se presentaron varios delatores e informaron a la policía de las acciones ilegales cometidas contra Julian y sus abogados tanto dentro como fuera de las instalaciones. Estas personas están cooperando con las fuerzas del orden y han proporcionado numerosos datos a los investigadores.
Las indagaciones han revelado que la empresa trabajaba para una compañía estadounidense estrechamente relacionada con el actual Gobierno de aquel país y sus servicios secretos, y que las instrucciones cada vez más intimidatorias, como la de seguir a mi madre o la orden de robar el ADN de mi hijo, habían venido de su cliente estadounidense, y no de Ecuador.
Más o menos en la misma época en la que fui informada de que nuestro hijo estaba en el punto de mira, la empresa urdía planes aún más siniestros relacionados con la vida de Julian. En los trámites de extradición del Reino Unido salieron a la luz sus supuestas conspiraciones para envenenarlo o secuestrarlo. Durante un registro en la casa del director de la empresa de seguridad, la policía encontró dos pistolas con los números de serie borrados.
Ninguna de estas informaciones me sorprende, pero como madre, me pregunto cómo asimilarlas. Quiero que nuestros hijos crezcan con convicciones tan claras como las que tenía yo cuando era niña. El peligro está al otro lado de la frontera con Sudáfrica. Quiero que crean que el trato injusto no se tolera en las democracias maduras. En la Universidad de Oxford me sentía orgullosa de encontrarme en el corazón intelectual de la democracia más madura de todas.
Nuestra familia no es la única que sufre con la violación de los derechos de Julian. Si nosotros y los abogados de mi compañero no estamos a salvo, nadie lo está. El presunto responsable de haber ordenado que se robase el ADN de Gabriel es Mike Pompeo, que el mes pasado amenazó a las familias de los abogados que trabajan en la Corte Penal Internacional. ¿Por qué? Porque el tribunal había tenido el atrevimiento de investigar presuntos crímenes de guerra estadounidenses en Afganistán. Los mismos crímenes que Julian sacó a la luz a través de WikiLeaks, y por lo que Estados Unidos quiere encarcelarlo.
Hay que liberar a Julian de inmediato. Por él, por nuestra familia, y por la sociedad en la que todos queremos que nuestros hijos crezcan.
OPINIÓN
Por Stella Morris, esposa y madre de dos hijos de Julian Assange
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