Entre el miedo y la necesidad
Entre el miedo y la necesidad
España debe pedir perdón por los excesos contra los indígenas. El hermanamiento de nuestros ciudadanos debe dar paso a una política solidaria y no cortoplacista que defienda intereses comunes
En un encuentro previo a la Cumbre de las Américas de 2009 Hugo Chávez le regaló al presidente Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, en un amago de establecer una relación personal que mejorara la relación entre sus dos países. Después de ese gesto el libro, una especie de Biblia para la izquierda revolucionaria latinoamericana, se convirtió en un formidable éxito de ventas cuarenta años más tarde de haberse publicado. No obstante su autor, Eduardo Galeano, sin llegar a renegar del pasado, confesó que era un texto que él mismo no volvería a leer so peligro de desmayarse, ya que lo escribió en una época cuando sus conocimientos sobre economía y política no eran muy amplios. En la década de los ochenta Galeano, junto con Onetti y Benedetti, se convirtió en un referente del exilio intelectual uruguayo en nuestro país. Su literatura se volvió con el tiempo más reposada e irónica, más interesante y bella también. De las muchas conversaciones que mantuvimos entonces, de la lectura de sus libros posteriores, guardo una reflexión que me parece de enorme actualidad: las gentes viven entre la necesidad y el miedo. La necesidad de obtener lo que les falta y el pavor a perder lo que poseen. Ambas cosas se han visto potenciadas por el estallido de la pandemia, una explosión sanitaria, económica y moral de consecuencias todavía no previsibles.
Necesidad y miedo definen bastante bien el ambiente que se respira en gran parte del mundo y singularmente en los países iberoamericanos del otro lado del Atlántico. Es fácil distinguir las señales que lo identifican: fracaso general en el control de la pandemia, confusión y desorden en las campañas de vacunación, fatiga de las poblaciones, tendencias autoritarias del poder, insolidaridad entre los países, retorno al culto centralista del Estado, polarización política, corrupción e ineficacia de los poderes públicos, etcétera, etcétera. Pero en América Latina, aparte de producirse con más virulencia, coinciden con una serie de eventos electorales y un entorno económico previo muy preocupante. Los avances registrados al comienzo de la centuria, debido sobre todo al aumento de precios en las materias primas, permitieron una consolidación de los procesos democráticos fundada en la extensión de las clases medias y una titubeante mejora en la lucha contra la desigualdad. Los efectos de la crisis financiera de 2008 se dejaron sentir con menos virulencia que en otras latitudes, aunque a partir de 2014 el crecimiento se ralentizó. Ahora, un reciente informe de la CEPAL pone sobre aviso sobre el mayor de los dramas de las sociedades emergentes: el aumento casi imparable de la desigualdad. Hay en la región 78 millones de personas en situación de pobreza extrema, la mitad de la población empleada no está cubierta por ningún sistema de pensiones o seguridad social, y el déficit educativo amenaza las posibilidades de futuro de las generaciones jóvenes.
Por si fuera poco, las dos potencias económicas del área, Brasil y México, padecen tensiones políticas tan singulares como preocupantes. Bolsonaro se ha convertido, junto con Maduro en Venezuela, en un epítome de lo que es el esperpento en la gobernación. Negacionista de la pandemia, ha logrado que el país encabece la lista de contagiados y muertos por la covid en el subcontinente. En México, por su parte, es preciso alertar sobre los embates del poder ejecutivo contra el estado de derecho, la independencia judicial y la autoridad del Instituto Electoral, justo en vísperas de unas trascendentales elecciones tanto para la Cámara de Diputados como para la gobernatura de quince estados. El nacionalismo populista de López Obrador le está llevando además a una confrontación con importantes empresas españolas del sector energético y un empeoramiento de sus relaciones con la Casa Blanca, acrecentado por la presión migratoria. Sobre Perú ya dijo ayer lo suficiente Mario Vargas Llosa en estas mismas páginas, aunque dudo que nunca hubiera imaginado tener que llegar a recomendar el voto, con todas las precauciones debidas, al apellido Fujimori. En Argentina las esperanzas puestas en la moderación y buen hacer del presidente Fernández son boicoteadas de continuo por el fanatismo peronista que estimula su vicepresidenta. El Gobierno de coalición español ya ha escenificado vodevil semejante.
Pero no todo son malas noticias. Cuestiones como la liberación y rehabilitación electoral de Lula en Brasil; el anuncio de una nueva transición en Cuba, por tímida que parezca; La exitosa política anticovid de Chile; la estabilidad democrática de Colombia, Uruguay o República Dominicana; o el giro sorprendente aunque excesivo en las recientes elecciones ecuatorianas son ejemplos de que el fortalecimiento de las instituciones y el respeto a la ley constituyen la única respuesta a las justificadas demandas sociales de unas poblaciones castigadas durante siglos.
Mención aparte merece el caso venezolano. Tras la farsa electoral que anuló el último resquicio de dignidad que le quedaba al régimen, conviene reparar en los aspectos geopolíticos que podrían favorecer un desarrollo democrático basado en la reconciliación y en la negociación. Me refiero a la sustancial influencia que Cuba, Irán, Rusia y Turquía tienen en Caracas y al apoyo de todo género que vienen prestando a Maduro. La recuperación del acuerdo nuclear con Teherán y la vuelta a la normalización de relaciones con La Habana otorgan al presidente Biden una excelente oportunidad para incluir en su agenda global una salida al mayor desastre económico, político y humanitario que ha conocido América Latina en muchas décadas. Un programa que se inspire en las transiciones democráticas que países como Chile, Polonia o la propia España tuvieron en su día. Eso ayudaría a Estados Unidos a recuperar su papel en un continente que apenas ha sentido solidaridad alguna ni de Washington ni de la Unión Europea en la lucha contra la pandemia. Esto último ha potenciado el ya muy considerable peso de China en el área, toda vez que es su vacuna la que prioritariamente se ha distribuido en aquellos países.
Esta semana se celebrará en Andorra la cumbre bianual de la Conferencia Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. Dadas las circunstancias solo asistirán presencialmente el rey y los presidentes de Guatemala y República Dominicana, remitiéndose el resto a intervenir telemáticamente. Estas dificultades logísticas pueden ayudar a encubrir los serios problemas por los que atraviesa la América de habla hispana o portuguesa y, singularmente, la continuada pérdida de prestigio e influencia de la diplomacia española y los errores de algunas de nuestras multinacionales acusadas de practicar un capitalismo extractivo. Es de esperar por eso que ni la corrección política ni las exigencias protocolarias ignoren la pertinencia de un debate al respecto, sin demagogias ni arrogancias. España mantiene responsabilidades históricas específicas sobre lo que en su día fue un imperio en el que jamás se ponía el sol. Es moralmente razonable que sus más altos representantes pidan perdón por los excesos, injusticias y crímenes cometidos contra la población indígena por nuestros antepasados y los de gran parte de los actuales regidores, intelectuales y grandes empresarios de la región. Pero América es sobre todo, como dijo Borges, una Europa echada a navegar. El hermanamiento histórico, lingüístico y cultural de nuestros ciudadanos debe dar paso a una política solidaria y no cortoplacista que defienda los intereses comunes y trabaje por el entendimiento. Solo así podrán comenzar a disiparse las pesadillas de quienes siguen obligados a vivir entre la necesidad y el miedo.
OPINIÓN
Por Juan Luis Cebrián
Desde Madrid
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