Ellos no sólo son los pioneros sino nuestros hermanos
Los ecuatorianos también disfrutamos del Desfile Puertorriqueño
El Desfile Puertorriqueño celebrado cada año en Nueva York, es un evento arraigado ya al corazón de la ciudad, no sólo para la comunidad cuya bandera se flamea, sino para las demás que honran a quienes enseñaron el camino de la inmigración al País de las Oportunidades.
Esa es la razón para que numerosos ecuatorianos se hagan presente, inclusive haciendo parte del evento en sí. Fuertes lazos fraternales nos unen a los boricuaes considerados los pioneros del desplazamiento a Estados Unidos, aunque por razones políticas ellos lo hacen en circunstancias diferentes. Aún así se consideran inmigranes.
La escritora Ana Teresa Toro se ha referido en muchas ocasiones al Desfile Puertorriqueño y en la edición 67 que se acaba de realizar hizo un vieja imaginario con los 3,5 millones de boricuas que viven en la Isla y que son realmente honrados en las calles de Nueva York. Vamos a extractar algunos de los apuntes de Ana Teresa.
Hay un gesto sencillo que muchos en Puerto Rico hacemos en medio de actos en los que el protocolo exige que suene el himno nacional. En la isla ondean dos banderas —la puertorriqueña y la estadounidense— en todas las instancias y espacios públicos que así lo requieran y suenan siempre dos himnos, el nuestro y el estadounidense. Aprendí a hacer el gesto mirando a los demás desde pequeña, hasta que entendí el significado y comencé a hacerlo a conciencia. Es una acción poderosa: el himno puertorriqueño se escucha con la mano en el corazón, la misma que baja sutilmente cuando comienza a sonar el otro.
No todo el mundo lo hace, pero sí la suficiente cantidad de personas como para que se note ese pequeño pero significativo gesto de resistencia que ocurre en la intimidad del cuerpo; mano que abandona el corazón como quien dice: este latir no es contigo. Porque cuando se trata de llevar la mano al corazón la bandera ondea sola. Sobre todo si se trata de una bandera que, hasta hace apenas unas cuantas décadas, era prohibida por el Estado.
Vestidos de gala vamos el día viernesm caminando hacia la fiesta que marca el inicio de las celebraciones en torno a la parada puertorriqueña. El domingo será la 67 edición del National Puerto Rican Day Parade que recorre desde la calle 44 hasta la 79 a través de la Quinta Avenida en Manhattan y honra los 3,5 millones de puertorriqueños que viven en la isla y los más de cinco millones que viven en los Estados Unidos. Pero sobre todo honra la puertorriqueñidad como un valor, como un filtro para ver y entender el mundo, un modo de ser y de existir que ha prevalecido contra toda ocupación y pronóstico.
No sé bien cómo llegué aquí. Soy escritora pero los libros en Puerto Rico, —publicados en su mayoría en editoriales pequeñas e independientes— viajan poco. Los míos han llegado en maletas, pedidos por correo, enviados como regalo. Así los traje esta vez. Una vez más, nos leemos a pesar de, en contra de y a favor de ese valor que insistimos en reclamar: la puertorriqueñidad.
Al llegar al hotel me colocan una cinta conmemorativa. Lee: Ambassador National Puerto Rican Day Parade, Inc. Durante todo el fin de semana seré embajadora, denominada así junto a un grupo de homenajeados —embajadores también— y otros reconocidos como orgullo puertorriqueño, entre ellos, estrella deportiva, padrino, madrina y el Gran Mariscal de este año, Tito Nieves. También se creó por primera vez el reconocimiento especial Huracán Boricua que, no podía ser de otra manera, estrenó Maripily Rivera.
Entonces llega el domingo y la calle es una explosión de banderas y banderas y banderas. En esquinas hay gente cocinando, bailando, hablando, aglomerándose como una masa azul, roja y blanca que se torna más densa mientras más se acerca a los bordes de la Quinta Avenida de Manhattan. Llevo una bandera con el tono de azul celeste, la que corresponde. La mayoría tienen el triángulo de un tono de azul más subido, la más popular. Hay también alguna que otra con el tono azul marino que se asemeja a la bandera estadounidense. Son las menos, pero las hay. Aún nos debatimos esos asuntos. Aunque la historia lo explica mejor, he decidido dejarle la resolución al agua que nos circunda. La del Océano Atlántico es azul más intenso, mira al norte. La del Mar Caribe es mucho más clara y cristalina, mira al sur. Prefiero el sur, aunque hoy el norte me arropa con banderas de todos los tonos y me da igual. Las quiero todas. Me abrazan todas.
Busco con urgencia una bandera blanca y negra, conocida como la bandera de la resistencia. Es un símbolo de reciente creación que comenzó como un acto clandestino de mujeres artistas que la pintaron en una puerta del Viejo San Juan (cuando se firma la ley PROMESA) y que hoy día es parte de la narrativa de este tiempo nuevo de crisis de todo tipo, de la vida después del huracán, de la vida en luto y precariedad. La ondeé orgullosamente y en Facebook una mujer comentó en una foto: “ahí va esa con la bandera negra comunista”.
Esa es la otra trampa de lo simbólico en este tiempo, se confunden los significados y los valores a la menor provocación, todo es un extremo, una relación antagónica. Rectifico, qué bueno que la compré.
Salimos a las dos de la tarde de la 47. Mi amiga Isamar y yo abordamos el convertible blanco que condujo un hombre llamado Miguel con alegría. Estoy montada arriba en el descapotable, ropa roja, boca roja, uñas rojas. No paro de sonreír. A donde miro hay una bandera, un rostro familiar que parece una prima o un tío.
Veo familia en todas partes. Llevo mi cinta de embajadora y me emociona pensar que me nombra embajadora una organización puertorriqueña que siempre ha entendido la importancia de ocupar el espacio. Sobre todo el espacio público.
Y llevo una cinta que lee embajadora y lo soy de un país que no tiene embajada, pero que lleva décadas construyendo embajadas de solidaridad en cada ciudad o Estado o país en el que un puertorriqueño se haya establecido primero y le tienda la mano al que viene después.
Nos detenemos para que crucen los peatones y me quedo observando a una niña de poco más de un año que me saluda. Tiene una bandera pequeñita que mueve de lado a lado y me lanza besos y sonrisas y provoca la cosquilla incontrolable que genera el entrar en ese diálogo sin palabras que es posible tener con los niños más pequeños. Esa niña es puertorriqueña. A lo mejor nunca ha pisado o vaya a pisar la isla, pero lo es. Nos arropa la misma bandera, como una sábana de memorias compartidas y heredadas.
Pienso también en las letras como una embajada flotante, en los libros como un lugar seguro y familiar en un país ajeno. Sigo recorriendo la Quinta Avenida (saludando con la mano como la reina de belleza que jamás fui ni seré) y pienso en el grupo tan diverso de homenajeados, en la gente que llegó temprano allí con su tribu a sentir esa sensación de familiaridad que experimento, esa cosa tan indescriptible que es el saberse parte de algo, el no sentirse extranjero por unas horas, el llegar a casa estando tan lejos y que esa casa por una tarde ocupe uno de los lugares que pueden pensarse como epicentros del mundo. Y le pasamos por el frente al edificio de aquel presidente que tanto nos desprecia y el portero lleva un sombrero con una bandera boricua; y tus amigos de Nueva York esperen horas en la baranda para saludarte y gritarte y sacar una foto porque sí, porque importa, porque somos y eso es la gran cosa.
El desfile acaba y nos bajamos del carro y Glorimar Marrero (otra de las embajadoras y la directora de la primera película puertorriqueña en ser nominada a un Premio Goya) y yo nos abrazamos incrédulas ante lo que hemos vivido. Hemos desfilado con música y banderas. Nos hemos vestido de país. Todo nos ha atravesado el cuerpo. Hemos sido parte de ese cuerpo abanderado. Sube la mano al corazón
CELEBRACIÓN
Information Carmen Arboleda
Fotos Felix Lam
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