EL MIRADOR SILENCIOSO:
VIDA REAL SIN MAQUILLAJE.
“Hay historias que no nos pertenecen… pero nos tocan. Esta es una de ellas. Me la contó un amigo cercano, de esos que la vida pone a escuchar más que a juzgar.”
Hace un par de años, mi amigo conoció a una mujer en la calle donde trabajaba. No era una relación de amistad típica. Ella llegaba con una sonrisa apagada, a veces con hambre, otras con palabras sueltas, y casi siempre con un leve aliento a alcohol. Él, como buen ser humano, compartía lo que tenía: un plato de comida y algo de conversación.
Ella decía haber sido profesional en su país, con una vida mejor, que no lograba reconciliar con su presente. Aquí no trabajaba, decía que no podía empezar “desde abajo”, y dependía económicamente de un hombre con quien vivía. Según ella, ese hombre también bebía y la trataba mal, aunque trabajaba continuamente.
—¿Por qué no lo dejas? —le preguntaba mi amigo.
—¿Y quién me mantiene? —respondía ella.
Él trató de ayudarla. Le consiguió un pequeño trabajo por medio de una conocida. Duró poco. Ella decía que ese tipo de cosas no eran para ella.
Con el tiempo, su relación cambió de tono. Hubo momentos de intimidad negociada, que lo dejaron más vacío que acompañado. No se trataba de amor ni de deseo verdadero. Fue una mezcla de necesidad, de dos soledades que se cruzaron brevemente, y de un corazón que quiso ayudar… sin darse cuenta de que también se podía herir.
Pasó el tiempo y ella desapareció. Él pensó que no volvería a verla, hasta que un día se presentó nuevamente. Había pasado por una cirugía facial y traía consigo una historia turbia: había sido víctima de una agresión violenta, aparentemente por parte de personas cercanas a su entorno familiar. Estaba en proceso de investigación, y uno de los supuestos agresores había quedado en libertad bajo fianza. El otro aún prófugo, estaba siendo buscado.
Ella le pidió que la acompañara al hospital, porque —según dijo— su pareja no podía faltar al trabajo. Mi amigo sintió el conflicto interno: cerrar su negocio, dejar sus responsabilidades, y asumir el rol de acompañante en un proceso legal que no le correspondía, y del que no sabía si podía salir afectado.
—Soy solidario, pero no ingenuo —me dijo—. Ayudar no puede convertirse en una carga que te arrastre con el peso de las decisiones ajenas.
Esta historia, como muchas otras en el camino del inmigrante, no tiene final feliz. Pero sí deja una enseñanza: la vida real no siempre llega limpia ni maquillada. A veces aparece herida, confusa, pidiendo ayuda sin comprender cuánto le cuesta al otro darla.
Y ahí estaba él: como un mirador silencioso. Presente, respetuoso, pero también humano y prudente. Testigo de una vida que no escribió, pero que le dejó preguntas que aún lo acompañan.
Por Manuel Antonio Díaz Córdova