HACE VEINTIDOS AÑOS, UN SEIS DE FEBRERO
Seis de febrero de 1997. La fecha seguramente pasa desapercibida para la mayoría de ecuatorianos, pero los acontecimientos ocurridos en aquel día no deberían tener esa suerte.
Hay quienes dirían, ah ése fue el día en que derrocaron a Bucaram, mejor ni recordarlo. Pero ése fue también el día en el que la vicepresidenta Rosalía Arteaga, en pleno ejercicio de sus derechos constitucionales, asumió la primera magistratura del país. Y eso sí vale recordarlo.
Tal hecho tuvo, y sigue teniendo, una importancia muy singular. Primero, porque se trataba de la primera mujer en la historia del país en haber accedido a la presidencia. Segundo, porque lo hacía enfrentándose valientemente a esa especie de jauría de lobos hambrientos de poder (salvo honrosas excepciones) en la que se había convertido el congreso bajo el mañoso liderazgo de su presidente, Fabián Alarcón. El poder legislativo acababa de defenestrar al presidente Bucaram y, acto seguido, tramaba la consumación de un golpe de estado al intentar otorgar la primera magistratura al señor Alarcón desconociendo la sucesión presidencial estipulada en la Constitución ecuatoriana, según la cual corresponde al vicepresidente remplazar al presidente.
Tiempo atrás, la sucesión presidencial se había cumplido normalmente cuando el vicepresidente Oswaldo Hurtado asumió la presidencia tras la muerte del presidente Jaime Roldós. Y, años después, se volvió a cumplir cuando el vicepresidente Gustavo Noboa asumió la presidencia en remplazo del presidente Jamil Mahuad.
Y aquí surge la pregunta que, al recordar este acontecimiento y con el propósito de hacer una reflexión, nos volvemos a plantear: ¿Por qué no se cumplió normalmente la sucesión presidencial ante la salida de Bucaram?
La respuesta es tan sencilla como insólita: los complotados tenían ante sí no sólo a una dama (lo que exacerbó las ínfulas de su género masculino), sino también a una persona digna que no estaba dispuesta a negociar amarres ni componendas como las que se venían urdiendo al interior del congreso desde días atrás. Puesto que Rosalía Arteaga no se prestó para las oscuras negociaciones que le proponían (cuotas de poder, cargos públicos y hasta entregas de dinero), ellos optaron por tratar de legitimar el golpe arrogándose funciones inexistentes en nuestra constitución y así poder llevar a cabo sus ominosas componendas.
El tenso ambiente en el que se avizoraba un posible enfrentamiento armado entre hermanos ecuatorianos, la forma solapada y cobarde en que los congresistas intentaron imponerse a la ya legítima presidenta “encargándole” el cargo condicionadamente, más la terrible presión de corruptela política a la que la sometieron, acabó por llevarla a tomar la decisión que, por salvaguardar la paz de su pueblo y su propia dignidad, Rosalía Arteaga tomó: renunciar a la presidencia.
La burla a la constitución perpetrada por aquella nefasta mayoría de congresistas al desconocer la sucesión presidencial y nombrar a un presidente interino ficticio, por cuyo intermedio lograron dividirse las cuotas de poder vilmente pactadas, quedó como el acto más vergonzoso cometido por el poder legislativo en la historia de nuestro país.
La memoria colectiva suele ser frágil y eso ha propiciado que los hechos bochornosos de nuestra historia política se repitan una y otra vez. ¿Es mejor olvidar estos? No, los asuntos de conciencia no admiten el olvido sin antes haber aprendido la lección. Por tal razón, a los ciudadanos nos corresponde, de manera simple pero irrefutable, tomar conciencia de los efectos que este tipo de hechos han causado, de manera que en lo futuro seamos capaces de ejercer con justeza el deber cívico de actuar en defensa de los principios democráticos y éticos. Con mayor razón aún si uno de los poderes del estado nos volviera a fallar en la forma como nos falló hace 22 años.
HACE VEINTIDOS AÑOS, UN SEIS DE FEBRERO
Por: Eduardo NeiraColumnista Invitado
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