Solidaridad como acción
Solidaridad como acción
Por Rodolfo Bueno
Corresponsal de Ecuador News en Quito
La Solidaridad es la nieta predilecta del Amor, Aquel que estructuró todo lo que hay de bueno y bello. El Amor generó tres hijas, la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, y las donó al hombre para que sea feliz y olvidara sus pesares.
Las hizo nacer en el mismo lugar, Francia, el 14 de julio de 1789. Posteriormente, este país las adoptó como sus divisas y el ideal socialista como su aspiración suprema.
La Libertad, principio básico que fundamenta la vida, es inherente al hombre, pero es un don que por su grandeza no encaja en su apretada agenda, repleta de recetas para sobrevivir, y apenas nacida se vio rodeada de innumerables detractores; los que menos la practicaban eran los que más la invocaban y los que más la necesitaban eran los que mayoritariamente la temían.
Jesús la vigorizó con su prédica, pero no fue entendido y es crucificado hasta hoy. ¿Cómo entenderlo si nos pide amar a nuestros enemigos y comportarnos con los demás como quisiéramos que ellos se comporten con nosotros? Es mucho pedir a una especie que recién deambula por los peldaños inferiores de su infinita evolución.
Tuvo que la guillotina imponerla por la fuerza y Napoleón diseminarla al fragor de los cascos de su brioso corcel, para que Europa y nuestras nacientes repúblicas le dieran cabida en las páginas de sus constituciones; incluso allí permanece endeble en espera de mejores días que mitiguen la pena causada por la incomprensión humana de sus loables propósitos. En nuestros días la ultraja la gran prensa y los políticos de bajos quilates, que esos medios ensalzan. Sólo el insumiso rechaza este ultraje y la promueve por su quinta esencia, que se plasma en igualdad de derechos para todos.
La Igualdad, dulce quimera que debía aliviar los pesares con que las Parcas nos dotaron, encontró escollos aún mayores a los que enfrentó la Libertad y, para que las estructuras sociales no se derrumben bajo el peso de las injusticias reinantes, generó la equidad, lo máximo que los humildes han arrebatado a los poderosos.
Si desde el punto de vista de la ciencia, ni siquiera dos copos de nieve son iguales, se debe aceptar que este atributo no se da en la naturaleza, pues no hay dos gotas de agua ni dos granos de arena que sean idénticos. Entre los ríos, los lagos, los mares, las playas, los desiertos, los nevados… tampoco hay dos iguales, con menos razón hay dos seres humanos que lo sean o lo hubieran sido.
Si la desigualdad es inherente al ser humano, cabe suponer que la Igualdad, a la que aluden los revolucionarios que en 1789 enarbolaron esta consigna en Francia, es la igualdad de derechos civiles en una sociedad de hombres libres, que la deben garantizar para todos los ciudadanos. La igualdad hace referencia al derecho natural del ciudadano de toda sociedad. Jesús la situó en el más allá y santo Tomás Moro, en la isla de la Utopía, la tierra que no existe.
Pero al no existir ninguna sociedad libre, en la que todos gocen de iguales derechos y beneficios, la igualdad se convierte en un paradigma, en un sueño a lograr como consecuencia de las luchas sociales.
Si la igualdad es tan sólo el ideal de los grandes pensadores, muchos de los cuales sacrificaron su vida en aras de esta causa, ¿qué debe hacer el luchador ecuánime? Debe buscar la equidad para todos los hombres, esto es, forjar una sociedad donde impere la justicia natural, donde cada uno de sus miembros esté dotado de una disposición de ánimo que lo motive a dar a cada cual lo que se merece, donde el individuo actúe bajo los dictados de su consciencia y no por las prescripciones rigurosas de la ley o de los textos inflexibles de los códigos sociales; pero esto es complejo y relativo, muy difícil de conseguir.
Sin embargo, una sociedad equitativa es más factible que una sociedad igualitaria, algo que falló en la URSS, donde, a este respecto circulaban chistes que lo decían todo. Se recuerda uno: Aquí, todos somos iguales. ¡Sólo que algunos son más iguales que otros! Sin embargo, esa sociedad era más equitativa que cualquiera de Occidente. La gente tenía derecho a una educación de alta calidad y, mediante el estudio, podía escalar a los más reconocidos y encumbrados lugares de la sociedad; no se puede decir lo mismo con respecto a la salud y la vivienda, donde las desigualdades eran evidentes. Los salarios eran más equitativo que los similares del capitalismo, donde cualquier multimillonario gana millones de veces más que un simple trabajador. Cosas así eran imposibles que pasaran en la Unión Soviética, allá la relación entre el que más ganaba y el que menos ganaba era de diez a uno. ¿Cómo explicar entonces que a la caída de la URSS hubo gente que tuvo capital para comprar minas, fábricas e inclusive la industria petrolera de dicho país, uno de los mayores productores de petróleo del mundo, si no mediante la broma de que algunos eran más iguales que otros y por las inversiones ilegales de Occidente?
Parece que hoy por hoy no es posible la igualdad, aunque las sociedades actuales son más equitativas que las que hubo durante el Imperio Romano, la Edad Media e incluso hasta hace poco. Sucede que la equidad se abre camino a paso lento, pero, pese a todo, avanza sin detenerse.
La Fraternidad es para el príncipe anarquista Kropotkin la ayuda mutua y el principio básico que debe regir a toda sociedad; pudo añadir que es la buena correspondencia entre quienes se tratan como hermanos, una necesidad vital y una virtud que debe ser desarrollada por todos. La Fraternidad es la única hija del Amor que sentó lasos de unión entre nosotros, pero es aceptada sólo entre seres semejantes, como una especie de obligación social, y nada más; sin duda, falta mucho para que seamos humanos.
La Fraternidad dio a luz a la Solidaridad, que complementa las fortalezas con las que el Amor dotó a los humanos. Basa su principio de acción en el sentir nos impele a disfrutar de la vida únicamente si nos vemos rodeados de sonrisas que repelen a la agresiva saudade.
Según Oscar Wilde, el Príncipe pudo ser feliz mientras habitaba en el palacio de la despreocupación, donde la pena era impedida de entrar y un alto muro lo separaba del mundo real. Pero cuando desde lo alto de su pedestal contempló las miserias, de cuya realidad las murallas de la urbe lo aislaban antes, sintió ganas de llorar y, con la ayuda de su nueva amiga, una golondrina despechada por la frivolidad de un junco que coqueteaba sin cesar con la brisa, repartió sus innecesarias riquezas. Y esta solidaridad transformó a ambos en las cosas más preciadas de la ciudad.
Sólo el amor perfecciona el mundo y lo hace habitable. Por esa razón, la solidaridad es un sentimiento de autodefensa que nos permite subsistir; aun las especies más primitivas la sienten. Las amebas, seres unicelulares, debieron aglutinarse en organismos complejos, cuyas partes se especializaron en cumplir una tarea específica para así, colectivamente, existir; si tan solo una de ellas no cumpliese su función, el organismo entero perecería víctima de la falta de solidaridad de sus miembros. Si lo más primitivo es solidario, ¿cómo no lo van a ser los organismos superiores, que lo necesitan más aún?
Cardúmenes, manadas y jaurías son formas animadas con que los animales se organizan solidariamente para sobrevivir, de otra manera serían exterminados por sus depredadores, y estos últimos también se organizan para cazar a los primeros y así subsistir. ¿Y acaso, las sociedades humanas no son formas de organización colectiva creadas por el hombre, que aun en su etapa más pretérita las debió constituir para no perecer? Lo que pasa es que esta solidaridad, que podría ser llamada instintiva, por surgir de manera natural, debería dar paso a una solidaridad consciente, que sea capaz de forjar en el futuro una sociedad igualitaria, en la que el hombre deje de ser lobo del hombre, como es hasta ahora.
Las sociedades modernas, indudablemente más humanas que las anteriores, no han superado aún la etapa darwinista, sobre cuyas bases se forjaron. Por eso, la Solidaridad como acción, etapa superior a la instintiva, dará paso a una organización social en la que lo pluricultural sea la norma del accionar humano. Reconocer que ninguna nación es superior a otra conlleva saber diferenciar cultura de civilización, si además se respeta la etapa de desarrollo en que se encuentra cada país, se aprecia su particularidad y su diversidad, se habrá enriquecido el espíritu común. Unámonos en un abrazo fraterno, que nos permita superar nuestros prejuicios.
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