La vida de Jesús
La vida de Jesús
Si pensáramos cómo fue su vida nos daremos cuenta que era tan común y corriente como cualquier otra persona. Muy humilde. No bebía alcohol, no fumaba ni usaba drogas. Dormía las horas necesarias. Se levantaba temprano. En la mañana antes de tomar su desayuno daba gracias al Todopoderoso.
Tomaba en sus manos un libro color marrón que siempre tenía colocado sobre la mesa, abría cualquier página, leía, se instruía y después de despertar alguna curiosidad, cerraba el prontuario y luego meditaba.
Con próvido esfuerzo reflexionaba, y en sus cuidadosos pensamientos abrigaba las obras hacia el amparo de los menos privilegiados. Contemplaba sus acciones y pensaba más allá de lo usual acerca de lo poco que había logrado en todo lo que había hecho. Dentro de ese mismo cuarto adonde se encontraba podía vislumbrarse su oficio y el pequeño espacio que utilizaba.
Las herramientas enganchadas en las paredes descifraban todo su modesto quehacer: el serrucho, martillo, destornilladores, y seguetas. Nada de lujos ni valor material. Decoraba la habitación la grandeza de su sencillez.
Las lluvias y los truenos acapararon todo el lugar el día que murió. Vivió poco. Apenas una corta vida de treinta y tres más veinte años. Había sufrido enormemente y su agonía mitigaba todas las culpas de aquellos que lo vieron padecer; y quienes no podían de ninguna manera sanar aquella aflicción.
Sólo ellos podían hacerlo por ellos mismos practicando la palabra y los gloriosos pensamientos que les dejaba.
Todas las mañanas descendía de su noble cabaña y se dirigía hacia el corazón del pueblo donde los humildes lo esperaban con regocijo. Allí comenzaba su labor. Su sacrificio le costó el enorme sufrimiento físico.
Posiblemente algún polvo respirado del oficio o algún alimento infectado le produjeron la enfermedad. La mayoría de las veces vendía su producto sin resistencia y a su vez entretenía proveyéndole algún servicio espiritual a los necesitados.
Jesús desconocía la deshonestidad. Por tal motivo, sus productos nunca tenían precio. Regalaba su mercancía si para alguien era una necesidad. Hubo días se acostó hambriento, sin bocado de comida. Único sustento era el trabajo humilde que desempeñaba, y su fiel sentimiento humano rechazaba toda adquisición material. Su mayor virtud: su bondad. Ayudaba sin reciprocidad de nadie. Siempre ofrecía dar la mano. Nunca estuvo acompañado de la soberbia ni la iniquidad. La bondad es una de las grandes virtudes que el ser humano ha olvidado.
Desde muy pequeño fue ejemplo de sencillez y respeto. Sus primeros estudios, apenas cumplidos diez años, comenzó interés en la lectura, historia y crónicas antiguas, matemáticas y las ciencias. Paulatinamente su vida se fue llenando de sabiduría y no detuvo jamás en entender el significado de la creación altiva y el propósito digno de las cosas, y utilizó sus conocimientos para emprender una vida limpia y saludable.
Entendió cabal que esos conocimientos no eran suyos y que todo lo que creaba con sus manos era inservible si hacía de ello una adquisición material para enriquecerse.
Prefería regalar antes de regatear sus creaciones. Sus largas tertulias públicas eran rejuvenecedoras. Proyectaba un vocablo fino y culto, hablaba con sentido y sin la importancia de convencer. Sólo instruía y dialogaba. No quería que se debatiera, solamente que pensaran, pudieran meditar y concluir. Las discusiones sin fundamento era tiempo perdido para él.
Su esperanza giraba en crear actitudes reconciliables e inmortales, reconocer la grandeza del ser humano, ayudar y servir, ejemplificar la virtud y la dignidad. Jesús nunca supo que vivió una vida íntegra. Digna de admiración. Sus obras palpitan dentro del corazón de los fieles; en el cántico candoroso de los coquíes y de los pitirres, y en las poéticas sonatas de las olas. Bajaron la caja liviana poco a poco.
Luego, dentro de la lluvia se mojaron los rostros eternos de la humildad. Se fue disgregando el gentío del camposanto; algunos lo despedían virando las miradas desde la lejanía; muchos sin girar las mejillas humedecidas. El inmenso terruño cosechado de innumerables memorables monumentos quedó solitario y apenado. La yerba mojada desplegaba su rostro adolorido.
Aquel primer día de su vida, una madrugada de diciembre, una luz divina iluminó el valle. Todos los familiares habían llegado desde los campos lejanos hasta el pueblo cosechador de café, gandules y caña. Fue indiscutible que el humilde carpintero del pueblo había nacido. Después del parto la madre murió, pero no sin antes dar un abrazo febril y dejar su humildad angelical a su santo hijo.
–Dios te bendiga (le susurró al oído) serás el sol para aquellos que viven en tinieblas. Ayudarás sin nada esperar y recordarás a tus padres. Respetarás a los adultos. Promulgarás con tu palabra la dignidad y el respeto entre compueblanos. Cultivarás la nobleza y el espíritu de la generosidad… –
Y cerró los ojos eternamente.
Cumplido quince años su vida giraba en contorno de las palabras que escuchó de sus padres. Su padre permitió que los vecinos fueran parte de su desarrollo intelectual y de su vida cívica. Siguió su predicamento y nunca falló a ese prestigio. La obra más sagrada dentro de todo hogar es la crianza humilde, la enseñanza de la moral y la ética, el perdón, y el amor hacia los demás. “Toda sociedad progresa y desarrolla y alcanza su más alto nivel intelectual y social cuando sus habitantes promulgan la lealtad de la palabra y la acción.” Decía. Así todos conocían a Jesús Torres Rodríguez, del Barrio Talas Largas. Hombre sencillo y humilde, respetuoso y sabio; trabajador y combatiente de la ignorancia.
Los nobles compueblanos se acercaban en busca de luz para sus oscuras preocupaciones; y él dentro su digna misión aconsejaba y brindaba apoyo moral y justicia social. Hubo muchas noches de desvelos en que buscaba en su pensamiento salidas conformes para aquellos problemas que había escuchado sin haber dado soluciones.
No obstante, el día que moría, dentro su más intenso dolor, buscaba contestación a su desventura en el techo del cuarto. Dedicó su vida al fervor de ayudar y amaba con devoción a su pueblo. Miraba el techo lúgubre. Nadie podía creer que aquel hombre bienaventurado los abandonaba en forma injustificable por una vil enfermedad.
Si concibió el bien y murió sacrificado, habría que pensar, ¿qué muerte le espera a aquellos que han cometido diabólicos actos? Sentado en un banco de la plaza pública en el corazón del pueblo se le escuchó profesar,
– Recordad, el día ha de llegar que tendréis que pasar por un camino lóbrego y las obras terrenales serán la luz. Ese día llegará y se abrirán como blancas alas de gaviota las puertas del cielo y el Santo Padre estará en la entrada esperando. Cada cual responderá por sus actos. Llevemos la humildad en nuestros corazones y este pueblo se levantará de su sismo social. Dejéis la ignorancia, llenen su alma de sabiduría y escojan libremente el mejor camino. –
Por Juan «Bertin» Negrón Ocasio
Especial para Ecuador News
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