El siglo de las Críticas y las Esperanzas Parte I
El siglo de las Críticas y las Esperanzas Parte I
En el siglo XIX, los síntomas del progreso son evidentes: se crea el teléfono, la radio, el cine, la vacuna, el automóvil; la higiene se vuelve común, el sistema ferroviario se hace más extenso y el sueño de volar, de Ícaro, se cumple; aparece la producción en serie, que abre horizontes para el capitalismo y da a la burguesía la sensación de dominio absoluto; se hace importantes descubrimientos en la física, la filosofía, la matemática, la geología, la química, la biología, el arte; además, se da la crítica generalizada, y hasta entonces existentes, contra los sistemas tradicionales, tanto en lo político como en lo económico, científico y cultural.
Mientras antiguamente la tradición apresaba al pensamiento, de contenido dogmático, y el poder de la Iglesia contribuía a arraigar las costumbres ancestrales del habitante del campo, ahora el desarrollo industrial arrasa con los residuos de esta sedentaria existencia y obliga al campesino a trasladarse a la ciudad para volverse proletario.
Antes del siglo XIX, el agua y el aire son puros, los peces y los animales salvajes abundan y por doquier los bosques rodean a sus habitantes; previamente, a lo largo de milenios, el hombre forma parte de la naturaleza, o sea, se levanta con el Sol, se acuesta con la Luna y emplea sin malbaratar sus propias fuerzas, la de los animales, del agua y del aire. Ahora comienza la mecanización de la agricultura y donde antes se cultivaba manualmente se introduce la máquina, el abono industrial y la irrigación artificial. Se inicia la explotación agrícola de regiones infértiles, la naturaleza pierde autonomía y el campo se modela de acuerdo a los intereses del capitalismo.
El siglo XIX se enmarca en una tónica caracterizada por el anhelo de adquirir nuevos conocimientos, pese a que se ha llegado a creer que la Física es una ciencia muerta en la que ya todo está descubierto y en la cual no hay nada por investigar. Para abrir nuevos derroteros en este campo es necesario que en 1905 Einstein formule la teoría de la relatividad restringida, la que radicalmente va a cambiar las concepciones fundamentales que la humanidad ha tenido hasta antes de su formulación.
Otro gran logro científico, que intenta dar normas de rigor a la matemática, es el trabajo de Cantor sobre la teoría de la continuidad y los números transfinitos, obtenido en las postrimerías del siglo XIX y con el que se intenta poner fin a una antigua discusión, que se había prolongado por casi veinticinco siglos.
Los griegos son los responsables de esta controversia. Si Heráclito de Efeso plantea que todo cambia y nadie se puede bañar dos veces en las aguas de un mismo río, Parménides sostiene lo contrario, que nada cambia y todo permanece inmutable. Zenón aporta en favor de Parménides la paradoja de que ni el más veloz de guerreros griegos, Aquiles, puede alcanzar jamás a una tortuga, si a ella se le da una ligera ventaja. Este problema va a desconcertar a las más brillantes mentes que lo van a analizar durante los siguiente milenios.
Las teorías de Cantor demuestran que no siempre el todo es mayor que cualquiera de sus partes, o sea, que si se trata de cantidades infinitas una parte del todo contiene tantos elementos como el mismo todo, lo que rompe el esquema mental de cualquiera y da una aparente solución al problema planteado por Zenón. En cualquier caso, la teoría de Cantor es importante en el desarrollo posterior de la lógica, que a partir de entonces se va a basar en la matemática.
También, la ciencia acepta la teoría de la evolución de las especies, de Darwin, que sostiene que las diferentes formas de vida se desarrollaron gradualmente a partir de un antepasado común y que lo que sustenta este cambio continuo y perpetuo es la lucha por la existencia, en la que sobreviven sólo los organismos que mejor se adaptan a las modificaciones del medio ambiente, hipótesis que entra en contradicción con la tesis bíblica, aceptada hasta entonces por casi todo ser pensante.
La igualdad social se encontraba en el siglo XIX, como ahora, en contradicción profunda con el trabajo colectivo, en lo esencial sin equidad, puesto que mientras los dueños de los consorcios industriales se apropian de todo lo producido, las masas trabajadoras, creadoras de esas riquezas, son marginadas del consumo de los bienes que producen. Situación que ha imbuido a los capitalistas de la falsa sensación de ser invencibles, por lo que no presienten la cercanía de alguna revolución radical, que haga cambiar abruptamente el futuro de la humanidad.
En el siglo XIX los hombres pensantes son más numerosos que nunca: Goethe, Schiller, Heine, Dickens, Byron, Wilde, Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov, Balzac, Flaubert, De Musset, Mill, Hegel, Marx, Engels, Nietzsche, Bergson, Pavlov, Pasteur, Mendeleiev, Darwin, Mendel, Gauss, Laplace, Lagrange, Galois, Cantor, Lobachevski, Beethoven, Wagner, Verdi, Chopin, Liszt, Schubert, Schuman, Bonaparte, Bismarck, Garibaldi, Cabur, Clausewitz, Lincoln, San Martín, Bolívar, Martí, Olmedo, Freud, Eisntein, Tesla, por mencionar a algunos.
Héroe por antonomasia es Napoleón, junto a cuya cabalgadura emigran por toda Europa las leyes de la Revolución Francesa. Él deshace y crea nobleza a su antojo y se asemeja a un gigante que derrumba imperios en favor de los plebeyos; humilla al papa al coronarse a sí mismo y no practica piadosamente ninguna fe, tal vez por suponer que la fe es sólo para los tartufos. Su personalidad electriza desde entonces a moros y cristianos y sólo Tolstoi, en Guerra y Paz, pretende transformarlo en un hombre común y corriente, sin lograrlo, pues nadie en la historia ha ascendido tan abruptamente desde teniente a Emperador, lo que sintetiza el triunfo de la clase baja sobre los poderosos. Aunque Flaubert lo llame “un juguete del destino y uno de los actores de los cataclismos bélicos”, lo cierto es que la Revolución Francesa necesita ser propagada y esto se hace Napoleón bajo su espada, por eso Heine lo llama “misionero del liberalismo, destructor de la esclavitud y el hombre que hizo temblar a los principillos hereditarios”, en cambio, para Bismarck, es el Anticristo al que hay que imitar y no sólo aborrecer.
En este siglo, el Estado es glorificado como nunca y Hegel lo valora tanto que lo considera “la Idea del Espíritu en la manifestación externa de la Voluntad humana y su Libertad”. Para este pensador, el individuo existe sólo para el Estado y considera al ciudadano como parte de un todo valioso, el Estado, mientras que si está aislado es un ser tan inútil como un órgano separado de su cuerpo. Para Hegel, el Estado es lo que para San Agustín fue La Ciudad de Dios. No ve las guerras como un mal que se deba abolir sino que las cree convenientes porque poseen un valor ético intrínseco que ayuda a conservar la salud moral del pueblo. Cree que las divergencias entre los estados sólo pueden ser resueltas mediante la guerra; justifica toda tiranía estatal en lo interno y toda agresión en lo externo.
OPINIÓN
Por Rodolfo Bueno
Corresponsal de Ecuador News en Quito
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