“El Tuturuto”
“El Tuturuto”
Eduardo aprendió a nadar en el río Guayas. Un día se acercó con mucha cautela a sus orillas, quería contemplar el hermoso paisaje costeño, su frondosa vegetación con pintorescos ramajes de caña guadua y escuchar el agradable trinar de los pájaros. Inesperadamente, el lugar donde se hallaba se desmoronó y él se hundió en las aguas frescas del bello río; no sabía nadar. “Si no aprendes ahora, te friegas”, pensó asustado. Descubrió que aun en los momentos más desesperantes de la vida, en los que aparentemente todo está perdido, hay que conservar la calma y la cabeza fría.
Su tío Luis Elías había querido en vano enseñarle a nadar y para ello le llevaba al American Park, a una de las márgenes del Estero Salado. El solo hecho de ver ese brazo de mar le inspiraba tal terror que comenzaba a vociferar a grito pelado: “¡Abuelitaa…!”. No le importaba la afrenta de gritar cual chivo ahorcado ni que desconocidos hicieran chanza de su cobardía, únicamente exigía que lo alejaran de allí lo más pronto posible.
A pesar de la fobia que sentía por el agua, en esta ocasión recordó las palabras de su tío: “La gente se ahoga por perder el aire de sus pulmones; si los mantuviese llenos, no se hundirían”, le decía mostrándole cómo él mismo flotaba como un corcho. Se acostaba boca arriba, su gran barriga le sobresalía de la superficie, y hacía gala de su habilidad de leer un periódico sin mojarlo. Siguió su consejo, cerró la boca y apretó la nariz con los dedos para impedir que escapara el aire de sus pulmones. Poco a poco comenzó a reflotar, su cabeza salió fuera del agua y sintió que la corriente lo arrastraba lentamente a la ribera; al arribar se encaramó como pudo y agradeció a Dios el haberle salvado la vida.
Eduardo iba hasta las orillas del Guayas con Maravilla, el hijo del betunero con el que le prohibían tener amistad, y nadaban en sus caudalosas aguas. Construían una balsa con palos viejos y clavos oxidados y remaban hasta la Isla Santay.
En una ocasión, se dejaron arrastrar por el flujo del río, no querían remar y se entretenían admirando el paisaje. Suponían que la marea bajaría ya mismo y los regresaría al punto de partida, pero ésta seguía creciendo por el aguaje. La corriente los llevó al cauce del río Daule y los arrastró a su interior. Se asustaron y comenzaron a remar con vigor en contra de la corriente, que los halaba sin cesar.
La zona era agreste y los mosquitos los atacaron por oleadas, cubriéndoles sus cuerpos. Se sumergieron hasta el cuello para impedir ser devorados por los insectos y permanecieron agarrados de la balsa espantándolos de sus rostros.
De repente a Maravilla le agarró una pertinaz tembladera, sus dientes traqueteaban unos contra otros y su semblante se tornó lívido como la faz de la luna. “¿Tienes frío?”, le preguntó Eduardo. “No, loco, culillo” contestó Maravilla con voz gangosa. “No te preocupes, que lagartos y caimanes ya no quedan ni para remedio”, intentó tranquilizarlo. “No les temo a esos bichos”, balbuceó Maravilla sin parar de tiritar, “sino a que nos cargue Tuturuto”.
Se refería a la atribulada ánima del pirata fantasma. Según decían, el mitológico Tuturuto vagaba en una veloz piragua buscando a la perra condenada, que mucho tiempo atrás le había clavado un puñal en el corazón, en desquite por haber sido raptada y haber malogrado su vida junto a este endemoniado ser que, luego de robarle su juventud, la había querido ceder a uno de sus compinches.
Su aparición cerca de la media noche, acompañada de una lúgubre luz mortecina que titilaba sobre el ancho Guayas, erizaba los pelos del más bizarro de los canoeros. También, temía toparse con la balsa fantasma, que iba y venía arrastrada por la corriente, sobre la cual yacía, en un rústico catafalco de latillas de caña guadúa, un ataúd con un cadáver insepulto al que acompañaba un enjambre de voraces insectos.
Eduardo trató de apaciguarlo, le explicó que los muertos no penan, que todo eso no eran más que leyendas y le contó que su padre, don Viche, lo llevó una oscura madrugada al cementerio de El Milagro y le hizo caer en cuenta de que en aquel lúgubre lugar sólo reinaba una santa calma. “Desde entonces, no creo ni en Cucos ni en Duendes ni en Viudas del Tamarindo ni en la Balsa Fantasma, que no es otra cosa que el Revier”, dijo.
Ante la sola mención de estas palabras, Maravilla se asustó más aún. “¿Qué es el revier?”, preguntó envalentonándose. “No es más que fuego fatuo”, contesto Eduardo y le quiso repetir la explicación académica que don Viche le dio sobre ese fenómeno físico, pero su garganta se hizo nudos y no pudo aclararle nada, lo que a Maravilla intranquilizó más aún. A buena hora, las aguas se detuvieron y comenzaron a descender. Regresaron a casa cuando todos rezaban por la salvación de sus almas. Alguien los había visto partir, y como no regresaban los dieron por ahogados. Desde ese día, también el betunero prohibió a su hijo llevarse con Eduardo.
OPINIÓN
Por Rodolfo Bueno,
Corresponsal de Ecuador News en Quito
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