“Si encontramos a nuestro pariente y ahora tenemos dónde ir a llorarlo”
“Si encontramos a nuestro pariente y ahora tenemos dónde ir a llorarlo”. Son últimos cuerpos enterrados en Guayaquil
Rita Baque vio morir a su esposo, tuvo su cuerpo más de cuatro días en casa, perdió su rastro y luego de cuatro meses lo halló descompuesto.
El rostro está aplastado entre la frente y la nariz. Tonalidades azules y lilas reemplazan a la piel canela de otrora. La boca, abierta, deja al descubierto una dentadura maltratada por la misma razón que deformó la cara: el peso de decenas de fallecidos que Lúber Inocente Solís Galarza mantuvo encima cuando lo guardaron en el contenedor, hace cuatro meses.
Para reconocer un cuerpo hay tres fases: registro dactilar, identificación antropológica y ADN. Un zoom a la foto digital del cadáver muestra en un monitor que los dedos de Lúber están descompuestos. Los huesos de la mano izquierda descansan sobre su abdomen. “Él no pudo ser identificado por sus huellas, sino por sus rasgos”, habla al fin el antropólogo.
EL VIRUS LES ROBÓ LA DESPEDIDA
Es martes 16 de junio de 2020. Afuera de esta fría oficina del Laboratorio de Criminalística y Ciencias Forenses, el sol castiga a una Guayaquil que no ha podido despedir a todos sus muertos por el COVID-19. Adentro, con todo y frío, el fuego de la paz abraza el corazón de Rita Baque, de 41 años, sentada frente al computador del antropólogo que la recibe con la noticia que esperaba hace tres meses, su esposo, Lúber, de 50, es uno de los 94 fallecidos identificados que no habían podido ser sepultados.
El perito se luce con una explicación científica. “Había 200 cuerpos en el contenedor, los cambios de temperatura hicieron que quede así. (…) La identificación antropológica, a la que ha sido sometido su esposo, comprende la comparación de características físicas, rasgos, estatura, forma de cabello, frente, configuración de rostro, contextura, particularidades dentales…”.
“El cuerpo no está en las mejores condiciones. Es verdad; pero como científico tengo certeza, no tengo duda de que él es. Aun así, no quiero que tenga dudas usted, por eso este proceso en el que certifica que se trata de su familiar”.
LA VIDA EN MINUTOS
Rita mira el monitor, pero parece que no está aquí. Parece que se fue, que viajó en el tiempo a recordar al hombre que conoció a los 18 años en la zona bancaria del centro de Guayaquil, el comerciante informal del que se enamoró perdidamente, el que le hizo olvidar el falso amor que la engañó en la adolescencia y que le engendró dos hijos, Carolina, que hoy tiene 16, y Benjamín, de 8 años.
Lúber. Su Lúber. Ese hombre que disfrutaba de canciones de antaño, que guardaba como tesoro en casetes y CD y escuchaba, una y otra vez, cada fin de semana, en casa, porque siempre fue muy hogareño.
Lúber. Su Lúber. El dueño de la ropa que guarda intacta en el clóset, que ella de repente revisa y arregla y que prometió donar a la caridad cuando lo encuentre. El trabajador, el cariñoso, el tranquilo Lúber.
Una capa de cristal ha cubierto la mirada de Rita, perdida frente al monitor. Luce más triste. Quizás ha aterrizado su pensamiento al momento en que pensaba en su Lúber, al que llevaba en brazos, a rogar atención a los centros de salud y hospitales cercanos a su hogar, en el Horizonte del Fortín, manzana 10, solar 7.
Ella le decía que se cuide antes de enfermar. Él decía que tenía que trabajar. Vendía empanadas y aguas aromáticas en un mercado. Allí se contagió, seguro, cree hoy Rita.
Nos decían quédate en casa, pero no nos dieron garantías. No había ni mascarillas, ni medicina, ni nada, por eso yo sí creo que el Gobierno mató a mi esposo. Y no solo a mi esposo, sino a todos a los que no les garantizó salud en la pandemia.
Lúber murió después de una semana de agonía en casa, con síntomas del virus, el 29 de marzo. Rita también recuerda ese momento. El pequeño Benjamín, de 8 años, el menor de sus tres hijos, salió descalzo del dormitorio de Lúber a la sala y le dijo: “Mami, mi papi dice que lo deje descansar en paz”.
“SE DESHUMANIZÓ LA MUERTE”
Cuando fue. Ya se había ido. Rita atendió la emergencia y Benjamín corrió a buscar a su hermano mayor, Héctor Chele, el primer hijo de Rita, el que tuvo en la adolescencia, antes de conocer a Lúber.
Héctor alquilaba una casa cerca, con su esposa y su pequeña hija de 2 años. Benjamín y Carolina fueron con su hermano y Rita, que también estaba enferma, se aisló en un pequeño cuarto cedido por un vecino. Desde allí gritó su dolor en redes sociales, como muchos lo hicieron esos días.
124 FALLECIDOS NO IDENTIFICADOS PASAN A LA FASE DE ADN
Se ha seguido la historia de Rita Baque Conforme los últimos cuatro meses y ha podido registrarla, desde el primer día, cuando se supo su caso por la denuncia que aquejaba a cientos de guayaquileños a inicios de abril, la demora en recoger a los fallecidos.
Así es, Lúber es uno de los más de 13 mil guayasenses que según el Registro Civil murieron entre marzo y abril de 2020, en medio de la pandemia. También es de los que falleció en casa y que esperó porque su cuerpo sea retirado por las autoridades, como lo demanda el irrespetado protocolo del COVID-19.
Héctor quiso a Lúber como un padre, por haberse criado con él desde los 5 años. Con su madre enferma, pasó al frente. El cadáver de Lúber había cumplido ya cuatro días en casa y los vecinos incluso barajaron la opción de quemarlo. No sabían qué hacer.
Tras llamar, una y otra vez, y sin éxito, al 911, fue a rogar a un UPC y luego a una camioneta de Medicina Legal que pasaba por el barrio. Lo logró. “Me obligaron a cargarlo y al irse me dijeron que me olvide del cadáver”, contó el pasado 27 de abril, en casa de Rita, donde vive ahora con su familia.
UNA CIUDAD LLENA DE MUERTOS
Por esos días Guayaquil recogía hasta 200 fallecidos en un día, con una Fuerza de Tarea Conjunta creada por el gobierno que trabajaba en cuatro camionetas. Era el tiempo en que las fronteras estaban cerradas y la ciudad, en aislamiento por el virus, con un toque de queda a las 14:00 y miles de familias viendo caer a los suyos.
LA DESESPERACIÓN ARRIBA A EMERGENCIAS
Se peleaba por el oxígeno, que llegaba a costar hasta mil dólares, se rogaba por atención médica, porque todo estaba colapsado y, por supuesto, se sufría con los muertos en casa y se negociaba con la búsqueda de cuerpos en los hospitales. Además se cremaban y enterraban cuerpos con nombres equivocados y se daba por muertos a los vivos.
Rita Baque sabe bien todo esto. Por eso ahora que está frente al monitor, con ese perito que habla de ciencia forense mientras muestra una foto de su marido en estado de descomposición, ahora que recuerda todo lo que vivió, que sabe que pudo ser peor, ella puede respirar mejor..
He sido demasiado fuerte para hablar de esto; quería encontrar a mi esposo y lo logré.
Desde finales de abril, un grupo de peritos estuvo encargado del reconocimiento de cadáveres de la pandemia. En Guayaquil había más de 347 cuerpos no identificados. A 129 lograron reconocerlos por huella dactilar, a 94 por antropología y 124 pasan a ADN. A los reconocidos por antropología pertenece Lúber Solís. Cayó en este grupo después de la retirada forzosa de su cuerpo en Horizonte del Fortín.
“No sé si el contenedor sufrió averías. Ese nivel de descomposición ocurre con los cambios bruscos de temperatura. Dejar un contenedor abierto (como se hizo cuando las familias pagaban para hallar a sus difuntos) es convertirlo en un horno”, le explica a Rita el antropólogo.
Ella escucha y mira el cuerpo. Ese cuerpo irreconocible. El perito no sabía que Rita llegaría esta tarde a firmar el certificado de identificación antropológica, porque aún no la había llamado. Ella llegó por su cuenta.
En estas instalaciones están los contenedores con los cadáveres. Solo los antropólogos pueden acceder a ese lugar. O podían, pues hoy se sabe que las labores de reconocimiento antropológico han concluido. Ahora empieza la fase de AND ,aunque aún hay cuerpos sin enterrar.
LA BÚSQUEDA DEL AMOR
Antes de llegar aquí, Rita buscó a Lúber en la lista que maneja el cementerio Parque de la Paz, de Pascuales, donde se supone que llegaban y se inhumaban los cuerpos recogidos en casa; también visitó y fue a los plantones de Héctor Vanegas, que abanderó la causa estos meses y registró a casi un centenar de familias desesperadas por sus cuerpos perdidos, y se inscribió en la lista de Defensoría para la acción de protección aprobada a favor de los afectados, que, entre otros beneficios, busca que el Estado los indemnice.
“LAS DESAPARICIONES DE CUERPOS SON CRÍMENES DE ESTADO”
Mantiene la mirada en el monitor. Es la sábana bordada con la que se llevaron a Lúber. Y tiene la pantaloneta que le regaló. Ya no aguanta y llora.
Sabía que lo encontraría aquí. Una corazonada le apretó el corazón al entrar. “Es él”, dice al fin. El antropólogo abre otra imagen, una de Lúber en la cama de su casa muerto. La ubica al lado de la foto del cadáver descompuesto. “Es él”, repite Rita.
Diez minutos después, un hermano de Lúber llega y oficializa el reconocimiento en papeles. Rita, que le había avisado, también firma.
Está irreconocible; pero eso es mejor que seguir sin saber. Fue triste, pero también sentí alegría. Él descansará y tendrá un sitió donde podernos desahogar.
UNA DESPEDIDA TROPEZADA
“No nos damos cuenta, pero los barrios marginales son los que más han sufrido”, había dicho Rita a la prensa el pasado 27 de abril. Se mantiene en este pensamiento.
El sepelio llega un mes después. Rita acude a Medicina Legal el 16 de julio con la hija mayor de Lúber, Carolina. Cargan sendos ramos de flores, pero no imaginan la espera de cinco horas que tienen delante. Los pobres son los que más sufren en la pandemia. Rita puede corroborarlo otra vez.
Se anotó para beneficiarse de tumbas gratis en el cementerio del suburbio. No hay presupuesto para hacer un sepelio particular, no con dos hijos menores que mantener. Sale un camión. Ella lo sigue en un taxi. Está a punto de cerrar este capítulo.
Un terreno baldío, un par de parientes, un volquete y personal encargado acompañan ese último momento. Varios hombres descargan el féretro de un camión. Rita mira de lejos a Lúber.
“Solís Galarza”, grita uno. Ella extiende el ramo. Su hija hace lo propio. Lloran. Cada una por su lado. Otro trabajador se acerca a Rita con papeles. No han pasado cinco minutos. “El código de su esposo es 12o16. Eso es todo. Puede retirarse”. Los pobres son los que más sufren en la pandemia.
Eso es todo. “Al fin tenemos dónde ir a llorarlo”, respira Rita, resignada.
Cae la tarde del jueves en el caluroso Guayaquil. Afuera del cementerio esperan más familiares de Lúber.
Rita reflexiona. “Aún hay muchas familias con este dolor. Solo espero que los ayuden. No tener dónde llorar. No tener dónde desfogar, es horrible. No se lo deseo a nadie”.
De la imagen del rostro aplastado entre la frente y la nariz, con tonalidades azules y lilas que reemplazan a la piel canela que tuvo Lúber, solo queda, afuera de Criminalística, una copia digital a la que la prensa tuvo acceso para contar esta historia de dolor, desesperación, lucha, paciencia y esperanza. Esta es la historia más dura de la pandemia en Guayaquil, de la búsqueda de centenaries de cadavers perdidos y que fue una noticia a nivel mundial, El “New York Times”, “Guardian” de Londres, “Sputnik’ de Moscú, ‘Le Monde’ de París, Ecuador News de Nueva York y otros publicaron diferentes artículos muy interesantes.
GUAYAQUIL
Por Blanca Moncada,
desde Guayaquil en especial para Ecuador News
Para ver más noticias, descarga la Edición
www.ecuadornews.com.ec