Una pareja bien aparejada
Una pareja bien aparejada
Eduardo estudiaba a la maldita sea en el colegio. Se encontraba en la edad del burro, cuando no se sabe qué se quiere, no se concede ninguna razón a la vida ni se piensa ni se preocupa por el futuro, por sentirlo inexistente. En ese período todo se complica, no se crece lo suficientemente rápido para ser hombres y ya no se es niño, no se aspira a nada, ni se hace nada, ni se entiende nada de nada, ni se es nada. La Nada es la única realidad que con monótona insistencia se extiende en el horizonte.
Un buen día ganó un certamen de natación estudiantil. Terminada la competencia se le acercó Abel Gilbert, gloria de la natación ecuatoriana. “Ven al EMELEC, voy a hacer de ti un buen nadador”. En poco tiempo y con su ayuda se encontró a pocos segundos ser campeón nacional. “¡Si sigues así, te hago campeón sudamericano!”, le dijo Abel. No lo logró por la razón que, según Marx, rige el destino de todas las sociedades, por la económica. La empresa donde trabajaba quebró y se encontró acompañado únicamente por sus sueños de llegar a campeón. No se puede nadar cuando no hay dinero ni para comer.
Eduardo buscó empleo en una empresa cuyo gerente era padre de un amigo suyo. “Sólo hay un puesto libre”, dijo y escribió una esquela, que luego le entregó: “Vaya y hable con este señor. Es una lástima, pero no le puedo ofrecer algo mejor”.
Se dirigió a una gasolinera. El administrador se llamaba Georgino, tendría unos treinta y cinco años, era hijo de emigrantes y lo apodaban cariñosamente Loco, porque se le había desencajado el caletre por un frustrado amor. Estaba mal afeitado, desgreñado y fumaba de un gran habano. Su reluciente cráneo, con tendencia a la calvicie, lo avejentaba. Aparentaba ser un cascarrabias prepotente y patán, pero lo hacía a propósito para hacer sentir el peso de su autoridad; en realidad era un tipo ameno que hablaba con chirigotas llenas de humor.
Cuando vio la firma de la esquela, entró en confianza y le invitó a tomar asiento. Hacía un calor infernal y don Georgino estaba en calzoncillos, se había recostado en el sillón con los pies puestos sobre el escritorio y a cada rato gritaba: “Firulay, traeme un tinto”. Éste lo maldecía en voz baja, escupía en la tasa, revolvía el café con sus dedos sucios y se lo traía mostrando en el rostro una sonrisa de inocente paloma. Don Georgino lo bebía de un sólo sorbo sin percatarse de la asquerosa afrenta que taimadamente ejecutaba el perverso tipejo.
“Elige lo que más te convenga”, le propuso y le extendió un papel en el que estaban escritas todas las posibles variantes. Eduardo señaló la peor. “¿Acaso eres retardado mental? Te doy ha escoger primero que a nadie y te portas tan pendejo”, le repeló frunciendo la frente en señal de disgusto. “Es el único horario que me permite ir a un colegio nocturno”, explicó Eduardo. “¡Carajo! ¿Para qué quieres estudiar? Ni que fueses Cacaseno, la vida ofrece opciones más ricas sin necesidad de sacrificios tan cojudos”, le insultó don Georgino. “Puede ser que para usted, no para mí”, dijo Eduardo. Su futuro jefe clavó sus ojos sobre él, tratando de indagar lo que sabía. Eduardo había escuchado que estuvo casado con La Pelusa, hija de don Pedro Navarro, magnate que rechazaba la heterogamia y nunca lo quiso de yerno por sólo ser hijo de los dueños de un pequeño hotel en el centro de Guayaquil.
En cierta ocasión, don Pedro le condicionó a su hija “¡Elige, Pelusa, o el vago de tu marido o la herencia!” La fortuna de don Pedro era respetable. Además de poseer grandes haciendas, controlaba la producción, la comercialización y la exportación de arroz del país y la venta de maquinaria e insumos agrícolas, negocios que la Pelusa, a la muerte de su padre, debía compartir con su único hermano.
Don Georgino y La Pelusa concluyeron que las amenazas iban en serio; acordaron divorciarse, pero seguían amándose a escondidas. Si don Pedro le insinuaba a La Pelusa un nuevo matrimonio, ella le replicaba: “Jamás daré padrastro a mis hijos, no volveré a casarme con nadie, puedes desheredarme, si te da la gana”. Cuando don Pedro falleció, la pareja se matrimonió de nuevo.
En la gasolinera sus compañeros eran unos avivatos, expeditos en triquiñuelas para robar a la empresa lo que podían y a los clientes gasolina y aceite. Le exigían ser su compinche. “¡Estás loco! En este puerco mundo todos roban y el mismo patrón te explota”, le dijo en cierta ocasión el Cholo Yagual, un joven retaco y vivaracho de la península. “Cholo, crees robar al patrón, pero en realidad robas a tus compañeros, a esos infelices les cobran lo que se pierde, y algunos clientes son más pobres que nosotros”, le contestó. “¡Quien los manda a cojudos! ¿Por qué no participas en la compra de papeles?”, insistió.
Se refería a que los choferes de las bananeras pagaban la gasolina con facturas; ponían doscientos galones en vez de trescientos y el dinero sobrante lo repartían con el gasolinero. “Tú sólo hazte el Otto y deja todo en mis manos”, volvió a porfiar el Cholo Yagual. Su comportamiento ante ellos le hacía a Eduardo sentirse un esquirol. En menos de medio año se hizo imposible mantener su presunción de hombre íntegro y entró en el negocio. Se sentía inmerso en un mar de estiércol donde para sobrevivir hay que aprender a sacar la cabeza para respirar.
Don Georgino, su jefe, tenía una personalidad muy controvertida, porque a pesar de identificarse con la derecha en una oportunidad sacó a Eduardo de la cárcel. Durante la administración de Camilo Ponce se construyó en un sitio inapropiado el Puerto Nuevo de Guayaquil, también se creyó que existía un negociado en el proyecto; la izquierda organizó una marcha de protesta. De repente, un piquete policial rodeó a los manifestantes. Se le pidió a un oficial que les permitiera disolverse pacíficamente, pero él explicó que sólo cumplía órdenes del señor Gobernador, que se encontraba en el Cuartel Modelo.
“Vamos, Eduardo”, le propuso un dirigente. “Buenos días, señor Gobernador”, le saludaron apenas entraron. “Sí, señores, ¿en qué les puedo servir?” Su compañero dio inicio a un encendido discurso: “Es ilegal que una multitud…” El Gobernador, sin dejarle terminar su perorata, le interrumpió: “Por favor, caballeros, les ruego que tengan la fineza de esperarme un momento en el casino de oficiales, debo resolver un problema. Cuando me desocupe, los atenderé con mucho gusto”. “Capitán, acompañe a los señores, vea que estén cómodos y no les falte nada”, ordenó con potente voz a un oficial de la policía.
Durante todo este tiempo, Eduardo permaneció asombrado por las muestras de respeto que tan encumbrada autoridad del Estado manifestaba a un dirigente comunista. “Muy agradecido, señor Gobernador”, le contestaron cortésmente y se encaminaron al casino donde esperaban descansar a cuerpo de rey. Entraron con mucha parsimonia y ¡qué sorpresa!, se toparon de manos a boca con otros activistas de la oposición, que les contaron que allanaron sus casas y los arrestaron por orden del Gobernador. En cambio, Eduardo y su camarada, con sus propios pies, igual que dos niños inocentes, se habían metido en la boca del lobo.
Eduardo se dirigió a un guardia: “Tenga veinte sucres para las cervezas y permítame hacer una llamada”, dijo desesperado. “Hágala, pero rápido”, aceptó el cancerbero de la ley. Sabía que don Georgino le apreciaba, había dado suficientes pruebas de ello. En ocasiones salía a conversar con él de literatura o de cualquier otro tema, y cuando en horas de la noche había poco movimiento, fingía no darse cuenta de que Eduardo se dedicaba a estudiar. Por eso se jugó la última carta, pedirle auxilio. “¡Haló, don Georgino, la tarde de hoy no puedo ir al trabajo”, dijo casi tartamudeando. “¿Por qué?”, refunfuñó desde el otro lado de la linea don Georgino. “Estoy detenido por órdenes del señor Gobernador. “¿Cómo así?, preguntó. “¡Cuelgue el teléfono, viene un oficial!”, le dijo el policía. “No lo sé”, dijo Eduardo y colgó el auricular.
A los pocos minutos, y pese a estar cómodamente detenido, se sentía igual que diablo en misa cantada, ¿qué hubiera sentido luego del año al que fueron condenados los demás detenidos? Por la noche vino un oficial. “¡Ven acá. Acompáñame!”, gritó con voz autoritaria. “¿De dónde rayos sacas palancas tan altas?”, le preguntó el Gobernador visiblemente contrariado. Tenía la mirada mefistofélica y sus labios bosquejaban una sonrisa de hiena. “¡Cómo una persona tan bien relacionada puede ser comunista!”, le increpó con voz alterada, ensalivándole el rostro. Mientras Eduardo meditaba en qué responder, el Gobernador vociferó: “Para mí, el mayor de los delitos es ser comunista, y tú debes serlo, pues te vi llegar con un hijoeputa que dirige esa cagada. ¡No sé si libero a un criminal! ¡Vete antes de que me arrepienta!”
Tomó un taxi y se dirigió a la gasolinera. Don Georgino lo recibió con muestras de alegría. Eduardo no entendía un bledo; de repente descubrió que los seres humanos son impredecibles y no están fabricados en un mismo molde. Don Georgino había movido cielo y tierra para librarle de la cárcel sin importarle que fuera comunista. No, no lo entendía.
Más adelante se le aclaró el panorama, Camilo Ponce había roto con Velasco Ibarra, cuyo movimiento, el velasquismo, al que pertenecía don Georgino, había pasado a la oposición. Tanta tirria le tomó Ponce a Velasco, a quien le debía la presidencia de la República, que para no posesionarlo renunció momentos antes del fin de su mandato y encargó la trasmisión de mando a Francisco Illingworth, el Vicepresidente.
OPINIÓN
Por Rodolfo Bueno
Corresponsal de Ecuador News en Quito
www.ecuadornews.com.ec