La Cárcel, por Rodolfo Bueno
La Cárcel
Luego de los enfrentamientos de un 1 de Mayo arrestaron a Eduardo y lo encerraron en el Retén del Modelo con todo tipo de tunantes con menos vergüenza en la cara que la clorofila de un hongo; ellos le robaron. Por la tarde vinieron del G-2, lo sacaron de la ciudad, lo amarraron de los brazos y lo fajaron a trompones; él se defendió como pudo. Cuando cayó al suelo le apalearon con saña. Para mitigar el dolor, recordó las maldades perpetradas por él y pensó que era castigado por pecados no perdonados, una penitencia; sin embargo, desde el suelo les siguió pateando con todas sus fuerzas. Lo hizo hasta perder el sentido. Despertó cuando lo bañaban los mismos ladrones que le habían robado.
“Tranquilo, pana, esto te hará bien”, le decían mientras le untaban mentol chino sobre un asiento de concreto. A la mañana siguiente le obsequiaron el desayuno, lo habían adquirido con el producto de la venta a los policías de las pertenencias de Eduardo. Ese día arrestaron a un contrabandista. El tipo tenía puestos unos lentes gruesos y los presos lo miraban igual que si fuera un pavo gordo en vísperas de Año Nuevo. Se destacaban dos presos: un taxista, que en una guarida de forajidos desplumaba a sus clientes, y un robusto negro, que se empleaba de cocinera y cuando sus patrones le tomaban confianza desaparecía con lo más valioso.
“¡Ingeniero!”, gritó el taxista al contrabandista, que se alegró de encontrar a un conocido entre tanto malandrín. Se acercaron y comenzaron a hablar. Después, el taxista se levantó. “Ya regreso”, dijo y se alejó dejándolo en el pincho.
A esta señal, diez forajidos rodearon al cegatón igual que una jauría de lobos hambrientos, pero él sacó a relucir un filudo puñal y lo hizo recorrer cerca de sus rostros en una trayectoria semicircular, arrimándose al mismo tiempo a una pared para proteger la retaguardia.
“Acérquense, maricas, si quieren morir!”, gritaba. El taxista regresó vociferando: “¡Qué carajo pasa! ¿No ven que el ingeniero es mi pana?” Inesperadamente, un arriesgado ladrón le arrebató los lentes al maquinista. “¡Devuélvanme mis lentes, no puedo ver!”, se desesperaba.
En medio de la confusión, el negro se arrojó al suelo rodeando el cuello del maquinista con su musculoso brazo. Los ladrones, con una velocidad increíble, le arrancaron los bolsillos y se repartieron el botín.
“Auxilio! ¡Sáquenme de aquí!”, gritó el maquinista. “¿Qué te pasa?”, le preguntó un Capitán. “¡Me robaron!”, le contestó desde el suelo. “¿Quién?”, le volvió a preguntar. “¡Un zambito!”, explicó moqueando. El que hasta hace poco trabajaba de cocinera, cubrió sus ensortijados cabellos con un pañuelo sucio. “¡Saquen a este idiota de aquí!”, ordenó el Capitán señalando al maquinista y se fue pateando al perro. Regresó con un palo del que sobresalía un clavo puntiagudo. “¡Ven conmigo, negroemierda, te voy a sacar la madre!”, se dirigió a la robusta ex cocinera. “Lo va a matar”, pensó Eduardo. A los diez minutos volvió el moreno sin rasguño alguno y le contó a Eduardo que el Capitán le quitó la mitad de su dinero.
Al día siguiente trasladaron a Eduardo a la Cárcel Municipal. Por suerte lo enviaron al piso superior, en el primero no pasaba un día sin que mataran a alguien. Allí se hizo amigo de Ambrosio, un manabita que había asesinado a su esposa por celos. Estando preso, se sacó la lotería, alquiló una celda, instaló una tienda surtida de abarrotes y le fiaba a sus carceleros los productos; esto le proporcionaba más autoridad que la del mismo Gobernador.
Era una persona instruida y cuando supo que Eduardo era estudiante, le tomó aprecio; ese día le invitó a almorzar. Un tipo, llamado Casimiro, a cambio de unos pocos reales, cocinaba para él y atendía la tienda si Ambrosio salía al mercado.
“Ya te condenaron”, le preguntó Ambrosio. “Creo que no, me trajeron acá y eso fue todo”, le contestó. “¡Carajo! Vas a dormir afuera y eso es peligroso. ¿Qué chapa está de turno?”, le preguntó a Casimiro. “Creo que Tiburcio”. “¡Haz un favor, tráemelo!”. Casimiro se fue y regresó con el policía. “Oye, Tiburcio, quiero que ayudes a mi amigo, permítele dormir en una celda”, dijo Ambrosio al policía, que le escuchaba con más reverencia que si se tratara del rey de Roma.
Esa noche durmió en un cuarto gigantesco en el que vivían unos veinte presidiarios. Cada preso había construido un pequeño cuchitril de latillas de caña guadúa y fundas de cemento, recubriéndolo con viejos periódicos; eran de unos tres metros cuadrados de superficie por un metro y pico de alto.
La entrada estaba cerrada con una especie de cortina, mejor dicho, con un pedazo de sábana vieja, que resguardaba sus intimidades. El de Casimiro tenía hecho un nudo, lo que permitía ver su interior: una diminuta cama y un pequeño baúl, cuya seguridad consistía en dos insignificantes argollas atadas con un cordón de zapatos. Comenzaron a conversar con los demás reos. Por el olor del ambiente se sentía que fumaban marihuana.
“¿Quieres una pitada, panita?”, le propuso uno de ellos. “No, muchas gracias, soy deportista y no fumo”, contestó amablemente. “No creas que es difícil de conseguir”, le dijo y, para demostrarlo, llamó a Tiburcio. “Dame dos pitos bien despachados”, le pidió con voz autoritaria y le pagó dos sucres. “El pana no fumó ni siquiera los Cámels que le obsequió don Ambrosio, explicó Casimiro.
Le preguntaron por qué estaba tras las rejas, les contó lo sucedido y ellos se rieron a carcajadas: “¿Por esas cojudeces te encanaron en la chirola? ¡Casimiro!, ¿cuéntale al man por qué vives aquí?”, le interrogaron. “Me comí cinco corvinas”, contestó él con toda tranquilidad; quería decir que había asesinado a cinco personas. Cada bandolero había cometido no menos de tres asesinatos; sin embargo, Eduardo se sintió seguro entre ellos.
“La ratonera de afuera es peor, es el emporio de la mentira y el engaño, el mundo de los que gobiernan sin ni siquiera temer a la justicia divina, pues son una tracalada de pícaros que han hecho un festín de las riquezas de todos”, se consoló.
OPINIÓN
Por Rodolfo Bueno,
Corresponsal de Ecuador News en Quito
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