¿Hijo, dónde estás?…
¿Hijo, dónde estás?…
Nuestra espontánea solidaridad con una desesperada madre ecuatoriana, con la esperanza de encontrarlo.
Cada mañana, al abrir los ojos, veo tu imagen adornada por una aureola formada por el haz de la luz matinal del sol, que ha empezado a recorrer en torno al mundo, a dar luz y calor a los seres vivos del planeta… Como que apareces a saludarme, a decirme “Buenos días, mami”… Yo quiero tomar tus brazos, recostar tu cabeza en mi pecho, pero cuando me inclino a besarte ya no estas, has desaparecido con mi ilusión, porque realmente no eres tú Junior, no eres Alfredo José, sólo es tu figura viva que extrañamente llevo fijada en mis pupilas. Corro las cortinas, regresa a casa ese gris permanente… Tú no estás, y yo vuelvo a preguntarme a gritos: Hijo, ¿dónde estás?
Me entrego con voracidad egoísta a mis cosas… al periodismo, a la abogacía, a la docencia, a obras comunitarias y sociales, a las plantas y a los animales para demostrarme a mí mismo que estoy aquí, que tengo vida aunque no pueda vivirla, porque tengo que aceptar los designios inescrutables de tu ausencia no programada o tengo que aprender los planos vivenciales que van, más allá de mi mente cognitiva y más acá de los extramuros de lo sideral e inexplicable. Es una verdadera locura elucubrar entre la realidad y la ficción, pero es que hasta allí debo buscarte y preguntarme a gritos: Hijo, ¿dónde estás?
A propósito, me agoto hasta los extremos del cansancio que solo me llevan a recostarme en algún lado cuando las tinieblas nos abrazan a todos, pero despierto entre sobresaltos porque –en mi mente—has vuelto y estás a mi lado, aquí en el sillón de la sala, en la cama o en mi rincón de trabajo. Me levanto aturdida, lavo mi cara con agua fría, y sé que no estás, que no has vuelto, que es solo la sombra que se ha pegado a mis espaldas y que me empuja a la demencia precoz, porque siento y oigo los golpe del cincel, como si estuvieran grabando en roca viva las palabras que me atormentan: Hijo, ¿dónde estás?…
Sé que estás vivo, Junior, que te las ingenias para tratar de escucharme y responderme, que también te desesperas por verme y abrazarme y decirme ese rezo cotidiano: Te quiero mucho, mami… Supongo que estás sometido, atenazado e inmovilizado; que has intentado volver recorriendo tus pasos a la inversa, pero tu señal no me llega todavía, obligándome a ir por ella… ¡Espérame, por favor! Iré por ti, aunque no me respondas la pregunta que cargo adherida a mi piel: Hijo, ¿dónde estás?…
No sé si esta nota periodística sea una plegaria o una oración (católica, protestante, mormona, atea, musulmana o de la religión que fuere). Para mí son palabras de espontánea solidaridad para una persona que aprecio, lanzadas al viento, que la llevará con su fuerza a cualquier rincón de la tierra o como si estuvieran metidas dentro de una botella, tirada al mar con la esperanza que sea abierta en cualquier orilla donde recale, por algún hombre de buena voluntad (por ventura aún existen) y se entere que una madre en la Sudamérica distante, en el pequeño paisito llamado Ecuador, en una de sus ciudades populosas, Guayaquil, está una MADRE con la esperanza de volver abrazar a su hijo. Esa madre es mi amiga, Dannis de Lucca Morales que busca a su hijo Alfredo José Arteaga de Lucca, quien partió hacia Estados Unidos huyendo de la lacerante realidad social que nos agobia a los ecuatorianos. No está allá, tampoco aquí… A lo mejor esté en algunos de los recovecos del desierto mexicano-USA que controlan las mafias que trafican con seres humanos a quienes va dirigida esta nota, en afán de sensibilizarlos, que nos muestra a esta mujer –compañera batalladora en el quehacer periodístico–, de admirable fortaleza, quien, aunque le demos las espaldas, seguirá gritando: Hijo, ¿dónde estás?
GUAYAQUIL
Por ANTONIO MOLINA C.
Especial para Ecuador News
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