Oír y escuchar
Vivimos tiempos ruidosos. Según nos levantamos encendemos la radio y, según nos dormimos, apagamos la televisión. El ruido nos acompaña en el dormitorio, en el baño, en el coche, en el trabajo, y, descerebrados por completo, en el comedor mientras almorzamos. Las voces que mejor conocemos son las de los locutores de radio y presentadores de TV. Sabemos lo que opinan, lo que dicen, cómo visten, cómo se peinan, sus muletillas, dimes y diretes. su amargura o su sentido del humor. Solo nos queda arreglar con ellos un buen matrimonio.
Conviene oír menos y escuchar más. Escuchar a quien puede decirte una buena palabra, suscitar un buen sentimiento o provocar alguna iniciativa feliz. Sabes todo de los influencers pero no sabes mucho de tus hijos, de tu esposo/a, de tus parientes cercanos o de tus amigos de siempre. Así es la vida. Siento que hoy escuchamos poco y que es importante escuchar voces, las que proceden de nuestro propio interior y del interior de los demás, y no dejarnos embotar por los infinitos ruidos que nos rodean, incluido el cacareo de tantos gallos inútiles.
Para escuchar la voz del corazón se necesita no solo buen oído; es preciso el silencio interior y fijar nuestros ojos en quien nos habla. Ponemos poca atención porque, en el fondo, el mensajero y el mensaje nos importan un comino. Y, sin embargo, el fundamento de la comunicación está en el deseo de escuchar y de ser escuchados. Solo entonces diremos palabras verdaderas, capaces de conmovernos. La mayoría de las palabras se vuelven irrelevantes porque no significan nada y, por eso, no pasan de la epidermis de nuestro interés. Hablar por hablar va minando poco a poco nuestra comunicación.
Es una pena que nos enseñen a hablar y a escribir, pero no a comunicar, a desvelar nuestras ideas, sentimientos y deseos más profundos. Muchos pensarán que semejante aprendizaje es peligroso, pero, a decir verdad, es el que nos permite ser humanos. Puede que en algún momento, por prudencia, se imponga el silencio. Esperemos que no sea un silencio letal, sino el preludio de una comunicación más sabia.
OPINIÓN
Monseñor Julio Parrilla
Columnista Invitado
Para ver más noticias, descarga la Edición