¡Madre, Madera de Guerrero!
Por Luis Lobato
Toda madre tiene la virtud divina de sembrar y cosechar las raíces de su alma en sus entrañas, y la mía fue una excepción, pues la siento en mi corazón. Cuando tenía cinco años de edad, vivíamos en un barrio de Riobamba Ecuador llamado Santa Rosa; era una casa de madera grande donde había muchos niños, quienes eran mis primeros amigos no obstante que me marginaban porque era menor que ellos.
Mi abuelo, Facundo Diego Imbaquingo Guerrón, padre de mi madre María Georgina Imbaquingo Salazar, quien fue la primogénita de 14 hijos, trabajaba en la estación del tren como tarjador era quien quedaba a dos o tres cuadras de la casa mis amigos corrían para dejarme botado, pero los alcanzaba porque me encantaba la fragancia del eucalipto que el viento andino la esparcía sobre el césped verde que parecía una enorme alfombra….
Hasta ahora tengo la sensación de esa fragancia en mis narices, así como también la tristeza de ver mi cometa esfumarse en el cielo al romperse la piola que la sujetaba. Estaba en una Escuela donde aprendí a leer y escribir, y mi hermana Ana María de tres años de edad estaba en un jardín de Infantes donde aprendió el abecedario; ¡debía dejarla en el jardín y luego de iba a mi escuela, al recogerla nos regresábamos a casa siempre cogidos de las manos, como me ordenaba mi amada madre! Aquel calor de las manos de mi hermana me hacia sentir orgulloso de protegerla y cuidarla como ser humano.
Sin embargo, ella era muy observadora, pues me salvó de morir embestido por un toro que se escapó del camal venía levantando polvo, mi hermana se trepó a un ventanal del camal y me grito “Ven súbete pronto”, ¡segundos después el toro paso como un ventarrón exactamente dónde estaba parado sin saber qué hacer!
A veces me escapaba de la casa e iba corriendo a la estación del Tren; mi abuelo al verme me abría sus brazos y me recibía elevándome en peso, me sentaba en uno de los sacos de papas, cebollas, etc. y me traía un plato de chochos con chicharrones reventados, habas y salsa de maní, además un vaso de jugo de naranja. Luego me cargaba en sus hombros y me llevaba a casa. Mi vida era un sueño que se volvió pesadilla al conocer Guayaquil Ecuador porque a más del intenso calor había una tormenta de truenos y relámpagos, llovía a cántaros y había cucarachas de agua, ratas, chinchorros, mosquitos y las calles de arena parecían piscinas de agua sucia.
Al día siguiente, al salir de esa casa había varios niños mal encarados, semidesnudos, sin zapatos, mugrosos y con actitudes hostiles contra mí, inclusive eran amarillentos y mal hablados; me decían “Serrano, como papa con gusano” y otros improperios que no les entendía, ¡pero me acordé de las palabras de mi abuelo mientras veníamos en el tren “! Luis Alfonso, ¡nunca sientas miedo de nada ni de nadie!” ¡Los miré fijamente y me regresé junto a mi madre, mis hermanas y mi abuelo!
OPINIÓN
Luis Lobato
Especial para Ecuador News
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