La familia Arroyo Bustos se refugia en la oración para sobrellevar el asesinato de sus hijos:
«Queremos la verdad, nuestros niños no eran delincuentes»
Los padres de Ismael (15 años) y Josué (14), asesinados tras su desa- parición en el barrio guayaquileño de Las Malvinas, siguen reclamando justicia, y no des-cansarán en su propósito. El diario español ‘El Mundo’ los visitó en su casa.
DANIEL LOZANO
Guayaquil
«Es una pesadilla constante, de todos los días. Sólo lo había visto en las películas, jamás en la vida real. Es un círculo de dolor», describe Kathy Bustos como si las palabras le pesaran más que la vida. Tiene los ojos hinchados, pero nunca esconde la mirada. Una extraña serenidad que no le abandona a lo largo de la jornada de elecciones presidenciales en Ecuador el domingo, en las que ha abierto su hogar a este periodista.
Ha llovido tanto que incluso su Biblia se ha mojado en la casa a medio construir, levantada con bloques de cemento sin pintar, donde los recuerdos de sus hijos se mezclan con una cotidianidad tan grisácea como el tormentoso cielo guayaquileño. No fue difícil llegar hasta la vivienda familiar, su tragedia también ha cambiado a este barrio humilde, golpeado por la violencia en un país que ha roto récords en enero al alcanzar un homicidio a la hora. Terrorífico.
Hace dos meses, la familia Arroyo Bustos pasó a formar parte de esas estadísticas. Sus hijos Ismael (15 años), el extremo zurdo fan de Neymar, y Josué (14), que se peleaba con su hermano frente a la televisión cuando veían la Liga Española para defender el trono de Mbappé, salieron a jugar con sus amigos Nehemías Arboleda (15) y Steven Medina (11), como tantas veces antes. Todo el mundo les conocía de corretear por su barrio, Las Malvinas, zona popular de Guayaquil con mucho emigrante llegado desde Esmeraldas, como hiciera hace años la propia Kathy con sus hermanas.
Alguien los acusó
Al acabar el partido de fútbol, los chiquillos se acercaron al Mall del Sur para comprarse un pan que les sirviera para recuperar fuerzas. Fue en ese momento cuando comenzó su tragedia, que ha conmovido a Ecuador y que se ha reproducido en medio mundo. Una patrulla militar los detuvo con fuerza innecesaria, golpeando incluso con dureza a Josué, como quedó reflejado en una cámara de seguridad de esa calle. Los militares decidieron llevarse a los chicos a su base aérea de Taura, a casi 40 kilómetros; alguien les había acusado de robo. Pero ya cerca del cuartel militar les desnudaron y, aseguran los 16 soldados que están en prisión preventiva, les dejaron en medio de la nada.
Sus cadáveres aparecieron dos semanas después, quemados, casi irreconocibles, en zona de manglares junto al mar, cerca de la base. Semejante descubrimiento golpeó con fiereza al país andino en medio de la ola de violencia que ha cambiado hasta su forma de mirarse al espejo. Hace 13 meses, el presidente Daniel Noboa decretó conflicto armado interno para luchar contra las poderosas bandas ecuatorianas, como Los Lobos, Choneros, Latin Kings o Chone Killers, y sus socios mexicanos, los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
Ese 8 de diciembre comenzó otra vida para Kathy y para Luis Arroyo, su marido y padre de los niños, el mismo que reconoció el cadáver de su hijo por sus pies de futbolista. Le habían cortado incluso la cabeza. «Primero queremos la verdad, después vendrá la justicia. Nuestros hijos no son delincuentes. Queremos saber qué ocurrió, todavía desconocemos si los torturaron, si los balearon, la gasolina con la que les quemaron. Queremos la verdad y quiénes fueron los que cometieron este hecho aberrante», subraya Arroyo a este periódico.
En el hogar de la familia Arroyo Bustos, donde los padres viven con su niña Akira, de nueve años, y con la abuela, se ha pasado de la desesperación al dolor. Pero si algo estremece con el paso de los minutos es la sensación de vacío, que acompaña los cánticos religiosos procedentes de un dispositivo electrónico. «Antes de esto yo no era cristiana, pero se me vinieron muchas cosas a la cabeza. Ahora es lo único que me mantiene de pie. No entendemos por qué dañan nuestra honra y la de nuestros niños. Yo los he parido, sé muy bien cómo eran. Su única banda era su equipo de fútbol», protesta Bustos sin elevar la voz, sin poner una sola tilde a sus palabras.
Tantos los militares encarcelados como el ministro de Defensa aseguraron en su día que la detención se produjo porque alguien denunció que los chicos estaban robando. Que ya se sabe cómo son los chicos ahora. Desde entonces, pese a no existir de momento ninguna prueba al respecto, esa justificación se ha extendido en parte de la sociedad.
«También dicen que parecían mayores, que eran muy grandes», se queja de nuevo Bustos, que desde hace días ha comenzado a trabajar en la Dirección de Acción Social y Educación de la Alcaldía de Guayaquil, gobernada por el correísta Aquiles Álvarez. Lo hace junto a Johanna Arboleda, la madre de Nehemías, el niño que cantaba como los ángeles, aseguran en Las Malvinas.
«También me siento reconfortada con la oportunidad de ayudar a otros jóvenes», sonríe por fin Kathy, que estaba desempleada, al igual que Johanna. Su serenidad contrasta con la vehemencia de su marido, que se ha convertido en el principal motor de la lucha contra la impunidad del caso, conocido como los cuatro niños de Las Malvinas. Entre sus manos lleva el diploma de honor conseguido por Ismael, también su primer trofeo. «Velocidad, regate, disparo con la zurda, tenía todo el talento para jugar al fútbol. Vamos a seguir en la lucha, esto no puede quedar así. Recordar lo sucedido a veces nos hace daño, pero ese debe ser nuestro propósito», añade Arroyo, orgulloso, mientras posa para el reportero con las imágenes deportivas de sus hijos. Un par de medallas, el torneo de invierno para el campeón de la Copa Riborj y el diploma que acreditaba a Ismael como una estrella en ciernes.
Jugó dos partidos
El día de la tragedia, el hermano mayor jugó dos partidos en la mañana en la Liga Sur de la ciudad y luego acompañó a Josué para que practicara por las tardes. Insaciables, incansables, los niños querían balón y balón. Su dormitorio está igual que hace dos meses, con sus cosas por en medio y los uniformes del colegio planchados, como si la vida siguiera. Su ausencia también pesa enorme en medio del silencio y la semioscuridad. «Pensábamos que no íbamos a contar con el apoyo de nadie en esta cruzada y sí que lo estamos teniendo, de muchas personas y también de vecinos. Son malos tiempos y van a ser peores, lo dice la Biblia», atestigua Luis Arroyo.
Los padres de los niños futbolistas se aferran ahora a su Dios y a la fe en la Justicia, cuyas investigaciones avanzan en dos líneas distintas. La primera, por desaparición forzada, ha llevado a la cárcel a los 16 militares, y la segunda, por secuestro y asesinatos, donde tiene especial importancia el testigo protegido de la Fiscalía. Este hombre aseguró que encontró a los niños en el pueblo de Taura, a 39 kilómetros de Guayaquil y cerca de la base, desnudos, golpeados, incluso uno de ellos (Josué) con la cabeza herida. Arroyo detalla su conversación telefónica con el testigo la noche de la desaparición y con su hijo mayor, al que el vecino prestó su móvil. El padre avisó de inmediato a la Policía. Cuando los agentes llegaron una hora después, los chicos habían desaparecido para siempre. «Se los llevó la mafia», aseguró entonces el testigo.
Luis Arroyo y Kathy Bustos, padres de los fallecidos Ismael y Josué, en su casa en Las Malvinas.DANIEL LOZANO.
El hecho truncó los sueños de un joven cuya actividad preferida era el fútbol.
Josué Didier también era un chico soñador.