Señora nuestra
Notre-Dame ardió. Fuimos testigos de la historia, aunque nadie quería ocupar ese rol. La vimos entre las llamas. Analicemos por qué fuimos espectadores. Notre-Dame fue un proyecto conjunto entre la monarquía francesa y el poder eclesiástico.
El objetivo perfecto durante la Revolución en 1789. Cuando el pueblo se levantó contra sus antiguos dueños. Cuando quisieron terminar con cualquier elemento del Antiguo Régimen. Fue saqueada. Varias de sus esculturas decapitadas.
Y sin embargo se mantuvo de pie. Durante la I Guerra Mundial. De pie. Durante la ocupación Nazi. De pie. Ante la amenaza del terrorismo. De pie. En la entrada no había pertenencia que no fuera revisada. Alertas.
Y de repente, un error. Una falla humana. Lo ocurrido es un recordatorio de nuestra fragilidad. El caos que hemos, aparentemente domado, resurge. Con fuerza. Y ante eso, ni mil años de historia, ni el monumento más cuidado resiste.
La desgracia entra por el punto ciego. Mortales hemos sido. ¿Pero por qué tanta importancia a un monumento del siglo XII? Que no está en nuestro país. Desconocemos (en general) las obras de arte que contiene.
Y no es la más antigua. Ni la más grande. El antropólogo Daniel Fabre utiliza el término “emoción patrimonial” para describir la globalización de las reacciones emotivas respecto a los edificios en peligro. Notre-Dame “es” París y un legado de la historia.
Es una conexión entre la humanidad. La promesa de vigilar y preservar el intento de trascender. Cumplir con un pacto intergeneracional de ganarle a las manecillas del tiempo. Es un ancla.
La seguridad de que algo permanece cuando el resto está sometido al cambio. De ahí que ante la devastación nos refugiemos en que “al menos” la fachada occidental ha permanecido.
No podemos terminar de asimilar la pérdida. Tanto, que en dos días más de 800 millones de euros fueron recaudados.
La ayuda internacional para Ecuador tras el terremoto fue de 13 millones.
No euros, dólares. La diferencia es descomunal. Y no solo en cifras: el uno, para un edificio; el otro, para un país. Ahí está. El peso de lo simbólico. El precio de la trascendencia. Y que la Señora de París sea nuestra.
Señora nuestra
Por Irene Vélez Froment
Columnista Invitada
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