La vergüenza
Por: Espido Freire – Columnista invitada
El atroz caso de violación múltiple y sumisión química que ha sufrido Gisèle Pelicot perdurará por mucho más tiempo que el que dure el juicio, y pesará sobre la conciencia social incluso cuando se haya emitido el fallo, como la nube tóxica que se eleva de las ruinas de un edificio demolido. Se desvanecerán el horror y la conmoción, pero la perversidad de los hechos calará en el inconsciente colectivo como otros atropellos a las mujeres que han modificado la actitud social frente al abuso y el maltrato.
Por desgracia, se habrá logrado con el alto precio del sacrificio personal de mujeres como Ana Orantes, la víctima de la Manada o Sandra Palo, por mencionar únicamente tres ligadas a la realidad española.
Me atrevo a elucubrar qué recordaremos cuando el tiempo pase. Por un lado, la extraordinaria dignidad de las víctimas, de Giséle, su hija, sus nueras, y el acierto de una declaración insólita: que la vergüenza cambie de bando. Aún de manera parcial e imperfecta, la actitud está transformándose.
No han de ser las agredidas, sino los violadores quienes sean expuestos, quienes afronten el rechazo público y la pérdida de un anonimato demasiado generoso. Por el otro, la ruptura de una creencia que resulta cómoda para los varones: que los violadores acechan en las calles, enmascarados, a altas horas de la madrugada, y que son excluidos sociales, extranjeros, marginados.
El caso Pelicot ha revelado lo que muchas mujeres sabíamos: que gran parte de los abusos se producen entre conocidos y parientes, que involucran a padres, abuelos, parejas o amigos. El silencio de una comunidad que escoge una apariencia de respetabilidad resulta tan condenable como las violaciones: antes que las amenazas de muerte y las peticiones de venganza pedimos la ruptura de una complicidad a menudo forzada, pero no por eso menos culpable. Es una magnífica oportunidad de cambio, no la desaprovechen.