Ecuador, tercera semana de un país en vilo: Entre la ira y el miedo a la “toma de Quito”

Crónica desde la sierra ecuatoriana
El amanecer llega con un olor denso a diésel y a humo de llantas. Desde los cerros que rodean Quito, el eco de los tambores indígenas se mezcla con las sirenas de la policía. La capital despierta otra vez entre rumores, con la sensación de que el país entero se ha detenido. Es la tercera semana del paro nacional convocado por la Conaie, y en las calles y los caminos de la Sierra resuena una amenaza que inquieta a todos: “tomar Quito”.
Desde el 23 de septiembre, Ecuador vive una paralización que comenzó como una protesta contra la eliminación del subsidio al diésel y que hoy se ha transformado en una pulseada por el rumbo del país. En las provincias andinas, las comunidades campesinas mantienen bloqueos que serpentean entre montañas y quebradas. A la luz temblorosa de las fogatas, hombres y mujeres conversan sobre pobreza, abandono y esperanza. “Nos suben el combustible y con eso se encarece todo. ¿Qué comemos, qué sembramos?”, dice Rosa Quishpe, una agricultora de Guamote, mientras remueve una sopa de maíz sobre una lata oxidada.
ANSIEDAD
En Quito, el aire huele a ansiedad. Los noticieros repiten el mismo parte: carreteras cortadas, desabastecimiento, disturbios. El Gobierno ha decretado el estado de excepción en diez provincias y desplegado militares para despejar rutas. Pero las imágenes que circulan en redes muestran otra realidad: campesinos heridos, gases lacrimógenos, rostros cubiertos de polvo. “Estamos en control”, afirma el Ministerio del Interior. En las calles, pocos lo creen.
La memoria reciente del país revive con fuerza. En octubre de 2019, miles de indígenas tomaron la capital durante diez días, forzando al gobierno de Lenín Moreno a derogar un decreto similar. Aquellos días dejaron muertos, heridos y una sensación amarga de fractura. Hoy, seis años después, las heridas no han cerrado. Por eso, cuando Marlon Vargas, presidente de la Conaie, advirtió que si el Gobierno no cedía “el pueblo volvería a tomarse Quito”, el país entero contuvo el aliento.
Con firmeza
Daniel Noboa, el joven presidente que prometió estabilidad y modernización, respondió con firmeza. Calificó la advertencia de “acto de intimidación”, pidió aplicar la ley y su bancada legislativa solicitó investigar a Vargas por terrorismo y sabotaje. En ese cruce de palabras, el país volvió a dividirse: quienes ven en el movimiento indígena la única voz de los olvidados, y quienes temen un nuevo estallido que hunda más la economía.
Mientras tanto, la palabra “toma” se convirtió en símbolo y amenaza a la vez. Unos la repiten como consigna de dignidad; otros la escuchan con miedo, como si anunciara el regreso del caos.
En la capital, los días transcurren con una calma tensa. Los negocios abren a medias, los estudiantes siguen las clases virtuales y los mercados funcionan bajo vigilancia. En el centro histórico, los turistas casi han desaparecido. “Dicen que vienen por el norte, otros que por Machachi”, murmura un vendedor de estampas religiosas frente a la Catedral, mirando el cielo plomizo.
Prevención
El alcalde Pabel Muñoz reforzó la seguridad con anillos de contención alrededor de Carondelet y el Palacio Municipal. Policías antimotines vigilan esquinas, parques y túneles de acceso. “Quito no será rehén”, declaró en cadena local. Pero el miedo persiste, sobre todo en los barrios periféricos.
En San Miguel del Común, al norte, la noche del domingo se escucharon explosiones y helicópteros. Los vecinos aseguran que fue un operativo militar para despejar la vía. “Fue una noche de humo y gritos”, cuenta Jorge Cando, chofer de camión. “Aquí todos queremos paz, pero también justicia. No se puede vivir con hambre ni con miedo.”
En las comunidades de la Sierra central, el movimiento indígena ha vuelto a demostrar su capacidad de organización. Desde Puyo hasta Otavalo, marchan columnas de hombres y mujeres que agitan banderas multicolores. “No luchamos por política, sino por la vida”, dice Luis Ushca, dirigente de Cotopaxi. Para ellos, el alza del diésel no es un número en una planilla, sino el precio de su supervivencia: con cada litro, se encarece el transporte, los alimentos, la posibilidad de estudiar o vender su producción.
El Gobierno insiste en que el subsidio era insostenible. Los economistas oficiales calculan que su eliminación permitirá ahorrar más de mil millones de dólares al año. Pero los manifestantes replican que ese ahorro se construye sobre el sacrificio de los más pobres.
El Estado ha detenido a más de un centenar de personas, entre ellas dirigentes locales. Las organizaciones de derechos humanos denuncian uso excesivo de la fuerza. En contraste, el Ejecutivo sostiene que los bloqueos impiden el tránsito de ambulancias y alimentos, afectando a millones de ciudadanos. En medio de esas acusaciones cruzadas, el país se ahoga en su propio silencio.
En los hospitales públicos escasea el oxígeno; en los mercados, los precios se duplican; en las calles, los taxistas esperan horas por combustible. “Esto ya no es política, es supervivencia”, dice un conductor que lleva tres días sin trabajar. “El Gobierno no escucha, los indígenas no ceden. Y nosotros estamos en el medio.”
La Cámara de Comercio de Quito calcula pérdidas de más de 300 millones de dólares. Pero más allá de las cifras, lo que se erosiona es la confianza: la sensación de que el país repite una y otra vez la misma historia. “Cada gobierno promete diálogo y termina reprimiendo”, comenta Carla Mejía, profesora universitaria. “Parece que estamos condenados a hablar solo cuando ya es demasiado tarde.”
El domingo, mientras el cielo se abría con un resplandor opaco, un grupo de mujeres indígenas ingresó al Parque El Arbolito. Llevaban flores, velas y banderas. Allí, entre el césped y los árboles que fueron testigos de las protestas de 2019, realizaron una ceremonia de limpieza espiritual. “Pedimos fuerza a la tierra. No queremos sangre”, dijo una de ellas.
A pocos metros, una fila de policías observaba sin moverse. Nadie habló. Por un instante, el país pareció detenerse en un silencio ritual. Era una tregua simbólica, una pausa breve en el ruido de las sirenas.
Horas después, la Conferencia Episcopal propuso mediar en un diálogo nacional. El Gobierno aceptó “bajo condiciones”. La Conaie respondió que no conversará “con fusiles en las calles”. Así, la posibilidad de un entendimiento se esfumó en cuestión de horas.
Improbable
Las noches quiteñas son largas y densas. Los helicópteros patrullan el cielo. En los balcones, algunos vecinos golpean cacerolas; otros rezan. En el sur, grupos de jóvenes pintan murales con frases de resistencia: “Somos la voz que no escuchan.” En el norte, comerciantes levantan barricadas improvisadas con sacos y madera. La ciudad vive dividida entre el miedo y la solidaridad.
A medida que pasan los días, la cuerda se tensa. Noboa promete aplicar la ley “sin vacilar”; la Conaie reafirma su decisión de avanzar. Los analistas coinciden en que una “toma” efectiva de Quito es improbable: la logística, la presencia militar y el costo político lo hacen difícil. Pero sí podría haber una gran movilización hacia la capital, una muestra de fuerza capaz de paralizarla sin necesidad de ocuparla.
Ecuador, una vez más, parece vivir en el filo de su propia historia: entre la protesta legítima y el riesgo del descontrol, entre la necesidad de cambio y el miedo a repetir el pasado.
Al caer la tarde del 7 de octubre, Quito mira hacia sus montañas. Desde el Panecillo se ven columnas de humo que suben desde el norte. La ciudad parece contener la respiración. En los valles, las comunidades preparan nuevas marchas. En los hogares, las familias guardan víveres y repasan las noticias. Nadie sabe qué traerá el amanecer.
En medio de esa incertidumbre, el país vuelve a mirarse en el espejo: un gobierno que resiste, un pueblo que reclama, una historia que insiste en repetirse. Entre el fuego de las fogatas y el eco de las sirenas, Ecuador busca —una vez más— una salida que no llegue envuelta en humo.